CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
PASTOR AETERNUS
DEL SUMO PONTÍFICE
PIO IX
Obispo Pío, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio. En perpetua memoria.
El Pastor eterno y Obispo de nuestras almas, para hacer perenne la saludable obra de la Redención, decidió establecer la santa Iglesia, en la que, como en la casa de Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos con el vínculo de una sola fe y caridad. Por eso, antes de ser glorificado, rogó al Padre no sólo por los Apóstoles, sino también por todos los que creyesen en Él por su palabra, para que todos fuesen uno, como el Hijo mismo y el Padre son uno. Envió, pues, a los Apóstoles, que había escogido del mundo, del mismo modo que Él mismo había sido enviado por el Padre: quiso, por tanto, que los Pastores y Doctores estuvieran presentes en su Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Para que el mismo Episcopado fuese uno e indiviso, y para que toda la multitud de los creyentes fuese conservada en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes estrechamente unidos entre sí, anteponiendo al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, quiso que en él se fundase el principio eterno y el fundamento visible de la doble unidad: sobre su fuerza debía levantarse el templo eterno, y la grandeza de la Iglesia, en la inmutabilidad de la fe, elevarse al cielo [San León M., Serm. IV al. III, cap. 2 in diem Natalis sui]. Y puesto que las puertas del infierno se ensañan más y más contra su fundación, querida por Dios, como si quisieran, si fuera posible, destruir la Iglesia, Nosotros consideramos necesario, para la custodia, seguridad y crecimiento de la grey católica, con la aprobación del Sagrado Concilio, proponer la doctrina relativa a la institución a la perpetuidad y naturaleza del sagrado Primado Apostólico, en el que se funda la fuerza y solidez de toda la Iglesia, como una verdad de fe que debe ser abrazada y defendida por todos los fieles, según la antigua y constante creencia de la Iglesia universal, y rechazar y condenar los errores contrarios, tan peligrosos para el rebaño del Señor.
Capítulo I – Institución del Primado Apostólico en el Beato Pedro
Proclamamos y afirmamos, pues, basándonos en el testimonio del Evangelio, que el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia de Dios fue prometido y conferido al bienaventurado Apóstol Pedro por Cristo el Señor de modo inmediato y directo. Sólo a Simón, en efecto, a quien ya se había dirigido: «Tú serás llamado Cefas» (Jn 1,42), después de haber pronunciado aquella confesión suya: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», dirigió el Señor estas solemnes palabras: «Bienaventurado eres, Simón Bariona; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos; y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos: todo lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatares en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 16-19). Y sólo a Simón Pedro, después de su resurrección, confirió Jesús la jurisdicción de pastor principal y guía sobre todo su redil con las palabras: «Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas» (Jn 21,15-17). A esta clara doctrina de las Sagradas Escrituras, tal como siempre ha sido interpretada por la Iglesia católica, se oponen sin ambages las perversas opiniones de quienes, tergiversando la forma de gobierno decidida por Cristo Señor en su Iglesia niegan que sólo Cristo haya investido a Pedro con la verdadera y propia primacía de jurisdicción que lo coloca por delante de los demás Apóstoles, tanto considerados individualmente como en su conjunto, o de aquellos que defienden una primacía no confiada directa e inmediatamente al bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia y, a través de ella, al Apóstol como ministro de la misma Iglesia.
Por tanto, si alguno afirma que el bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por Cristo Señor Príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante, o que no recibió de Nuestro Señor Jesucristo mismo un verdadero y propio primado de jurisdicción, sino sólo uno de honor: sea anatema.
Capítulo II – Perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices
Aquello, pues, que el Príncipe de los Pastores y gran Pastor de todas las ovejas, el Señor Jesucristo, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para hacer continua la salvación y eterno el bien de la Iglesia, es necesario, por voluntad del que lo instituyó, que perdure para siempre en la Iglesia que, fundada sobre piedra, permanecerá firme hasta el fin de los siglos. Nadie puede albergar duda alguna, es más, es de todos conocido a través de los siglos, que el santo y beatísimo Pedro, Príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia católica, recibió las llaves del reino de Nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano: Él, hasta el presente y para siempre, vive, preside y juzga en sus sucesores, los obispos de la santa Sede romana, fundada por él y consagrada con su sangre [Cf.]. De donde se sigue que quien sucede a Pedro en esta Cátedra, en virtud de la institución del mismo Cristo, obtiene el Primado de Pedro sobre toda la Iglesia. Por tanto, lo que la verdad ha dispuesto no decae, y el bienaventurado Pedro, perseverando en la fuerza que recibió, de piedra inconquistable, nunca ha apartado su mano del timón de la Iglesia [San León M., Serm. III al. II, cap. 3]. Esta es, pues, la razón por la que las demás Iglesias, es decir, todos los fieles de todas las partes del mundo, debían someterse a la jurisdicción de la Iglesia de Roma, por su posición de preeminencia autoritativa, para que en esa Sede, de la que emanan todos los derechos de la comunión divina, se articularan, como miembros unidos a la cabeza, en un solo cuerpo [S. Iren., Adv. haer., I, III, c. 3 et Conc. Aquilei. a. 381 inter epp. S. Ambros, ep. XI].
Por lo tanto, si alguien afirma que no es por disposición del mismo Cristo el Señor, es decir, por derecho divino, que el bienaventurado Pedro tiene para siempre sucesores en el Primado sobre la Iglesia universal, o que el Romano Pontífice no es el sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo Primado: que sea anatema.
Capítulo III – De la fuerza y naturaleza del primado del Romano Pontífice
Apoyados, pues, en el inequívoco testimonio de las Sagradas Letras y en plena concordancia con los claros y amplios decretos tanto de los Romanos Pontífices Nuestros Predecesores como de los Concilios Generales, reafirmamos la definición del Concilio Ecuménico Florentino que impone a todos los creyentes en Cristo como verdad de fe, que la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice detentan el Primado sobre toda la tierra, y que el Romano Pontífice mismo es el sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, verdadero Vicario de Cristo, cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de todos los cristianos a él, en la persona del bienaventurado Pedro, le ha sido confiado por nuestro Señor Jesucristo el pleno poder de guiar, regir y gobernar la Iglesia universal. Todo esto se contiene también en las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados cánones.
Proclamamos y declaramos, por tanto, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, tiene la primacía de la potestad ordinaria sobre todas las demás, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, verdadera potestad episcopal, es inmediata: todos, pastores y fieles, de cualquier rito y dignidad, están ligados a él por la obligación de la subordinación jerárquica y de la verdadera obediencia, no sólo en lo que se refiere a la fe y a las costumbres, sino también en lo que se refiere a la disciplina y al gobierno de la Iglesia, en todo el mundo. De este modo, salvaguardada la unidad de comunión y de profesión de la misma fe con el Romano Pontífice, la Iglesia de Cristo será un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Esta es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede apartarse sin pérdida de la fe y peligro de salvación.
Esta potestad del Sumo Pontífice no menoscaba en nada la potestad episcopal de jurisdicción, ordinaria e inmediata, por la que los Obispos, instalados por el Espíritu Santo en el lugar de los Apóstoles, como sus sucesores, guían y gobiernan, como verdaderos pastores, el rebaño asignado a cada uno de ellos, más aún, es confirmada, fortalecida y defendida por el Pastor supremo y universal, como afirma solemnemente San Gregorio Magno: ‘Mi honor es el de la Iglesia universal. Mi honor es la sólida fuerza de mis hermanos. Me siento verdaderamente honrado, cuando a cada uno de ellos no se le niega el debido honor’ [Ep. ad Eulog. Alexandrin., I, VIII, ep. XXX].
De la potestad suprema del Romano Pontífice de gobernar toda la Iglesia, deriva también para él el derecho de comunicarse libremente, en el ejercicio de este oficio, con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, para poder instruirlos y dirigirlos en el camino de la salvación. Por tanto, condenamos y rechazamos las afirmaciones de quienes consideran lícito impedir esta relación de comunicación del jefe supremo con los pastores y rebaños, o quieren esclavizarlo al poder civil, ya que afirman que las decisiones tomadas por el jefe supremo no son conformes a derecho.
Capítulo IV – Del Magisterio infalible del Romano Pontífice
Esta Santa Sede ha sostenido siempre que en la misma Primacía Apostólica, que posee el Romano Pontífice como sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, se contiene también la suprema potestad del Magisterio. Lo confirma la constante tradición de la Iglesia; lo declararon los mismos Concilios Ecuménicos y, en particular, aquellos en los que Oriente coincidió con Occidente en el vínculo de la fe y de la caridad. Precisamente los Padres del IV Concilio de Constantinopla, siguiendo las huellas de sus antepasados, hicieron esta solemne profesión: «La salvación consiste ante todo en guardar las normas de la recta fe. Y como no es posible ignorar la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, que proclama: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», estas palabras encuentran confirmación en la realidad de las cosas, porque en la Sede Apostólica la religión católica se ha mantenido siempre pura, y se ha profesado la santa doctrina. No queriendo, pues, de ningún modo separarnos de esta fe y de esta doctrina, alimentamos la esperanza de poder mantenernos en la única comunión predicada por la Sede Apostólica, porque en ella se encuentra toda la verdadera solidez de la religión cristiana» [Ex formula S. Hormisdae Papae, prout ab Hadriano II Patribus Concilii Oecumenici VIII, Constantinopolitani IV, proposita et ab iisdem subscripta est]. Cuando se aprobó el Segundo Concilio de Lyon, los griegos declararon: «La Santa Iglesia Romana está investida de la plena y suprema Primacía y Principado sobre toda la Iglesia Católica y, con toda sinceridad y humildad, se reconoce que la ha recibido, con la plenitud del poder, del Señor mismo en la persona del bienaventurado Pedro, Príncipe y Cabeza de los Apóstoles, cuyo sucesor es el Romano Pontífice, y puesto que le incumbe a ella, antes que a ningún otro, defender la verdad de la fe, si surgieran cuestiones en materia de fe, le corresponde a ella definirlas por su propio juicio.» Finalmente, el Concilio florentino emitió esta definición: «El Romano Pontífice, verdadero Vicario de Cristo, es la cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de todos los cristianos: a él, en la persona del bienaventurado Pedro, le ha sido confiada por nuestro Señor Jesucristo la potestad suprema de regir y gobernar toda la Iglesia. Con el fin de cumplir esta tarea pastoral, Nuestros Predecesores dirigieron siempre toda su solicitud a difundir la saludable doctrina de Cristo entre todos los pueblos de la tierra, y con igual dedicación cuidaron de que permaneciera tan genuina y pura como les había sido confiada. Por esta razón, los Obispos de todo el mundo, ahora individualmente y ahora reunidos en Sínodo, manteniendo la fe en la larga costumbre de las Iglesias y salvaguardando el curso de la antigua regla, especialmente cuando surgieron peligros en el orden de la fe, recurrieron a esta Sede Apostólica, donde la fe no puede fallar, para que procediera en primera persona a reparar los daños [Cf.]. Los mismos Romanos Pontífices, según lo exigía la situación del momento, ahora con la convocatoria de Concilios Ecuménicos o con una encuesta para conocer el pensamiento de la Iglesia esparcida por el mundo, ahora con Sínodos particulares o con otros medios puestos a su disposición por la divina Providencia, definieron que se mantuviera lo que, con la ayuda de Dios, habían reconocido como conforme a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones apostólicas. En efecto, el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para revelar, por su inspiración, una nueva doctrina, sino para custodiar escrupulosamente y dar a conocer fielmente, con su ayuda, la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe. Fue precisamente esta doctrina apostólica la que abrazaron todos los venerables Padres y veneraron y siguieron los santos Doctores ortodoxos, sabiendo muy bien que esta Sede de San Pedro permanece siempre inmune de todo error en virtud de la divina promesa hecha por el Señor, nuestro Salvador, al Príncipe de sus discípulos: «He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca y tú, una vez convertido, confirmes a tus hermanos».
Este carisma infalible de verdad y fe fue, por tanto, divinamente concedido a Pedro y a sus sucesores en esta Cátedra, para que pudieran ejercer su elevado oficio para la salvación de todos, para que todo el rebaño de Cristo, desviado de los pastos venenosos del error, pudiera ser nutrido con el alimento de la doctrina celestial, y para que, habiendo eliminado lo que conduce al cisma, toda la Iglesia pudiera permanecer unida y, apoyada en su fundamento, pudiera resistir inquebrantable contra las puertas del infierno.
Pero como en este tiempo, en que se siente particularmente la necesidad de la saludable presencia del ministerio apostólico, son muchos los que se oponen a su poder, consideramos verdaderamente necesario proclamar, de manera solemne, la prerrogativa que el unigénito Hijo de Dios se ha dignado vincular al supremo oficio pastoral.
Por tanto Nosotros, manteniéndonos fieles a la tradición recibida desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro Salvador, para exaltación de la religión católica y para salvación de los pueblos cristianos, con la aprobación del sagrado Concilio proclamamos y definimos dogma revelado por Dios que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra es decir, cuando ejerce su supremo oficio de Pastor y Doctor de todos los cristianos, y en virtud de su suprema potestad apostólica define una doctrina sobre la fe y las costumbres, obliga a toda la Iglesia, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad con que el divino Redentor quiso dotar a su Iglesia para definir la doctrina sobre la fe y las costumbres: por tanto, tales definiciones del Romano Pontífice son inmutables por sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia.
Por lo tanto, si alguien se atreve a oponerse a esta definición nuestra, Dios no lo quiera: que sea anatema.
Dado en Roma, en la sesión pública solemnemente celebrada en la Basílica Vaticana, en el año 1870 de la Encarnación del Señor, el 18 de julio, vigésimo quinto año de Nuestro Pontificado.