BREVE
QUOD ALIQUANTUM
DEL SUMO PONTÍFICE
PIO VI
A Nuestro amado hijo el Cardenal Dominic De La Rochefoucauld y a su venerable hermano el Arzobispo de Aix y a los demás que han suscrito la Exposición sobre los Principios de la Constitución del Clero de Francia.
Papa Pío VI.
Amados Hijos Nuestros, y Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
Obligados por la naturaleza del asunto, muy serio e importante en sí mismo, y también por la excesiva multiplicidad de asuntos urgentes, hemos debido, Queridos Hijos y Venerables Hermanos Nuestros, retrasar un poco la respuesta que ahora damos a la carta que nos enviaron con fecha 10 de octubre, suscrita por muchos de vuestros respetables Colegas. Al leerla, lamentablemente sentimos renovarse en nuestro ánimo ese inmenso e inconsolable dolor que ya nos había penetrado profundamente desde el momento en que nos llegó la noticia de que esa vuestra Asamblea Nacional, convocada para hacer planes de economía pública, había avanzado en sus Decretos hasta el punto de atacar también la Religión Católica. Dado que la mayoría de los miembros se lanzaba ahora con violencia contra el mismo Santuario, en un principio nos pareció oportuno, tratándose de personas tan imprudentes y mal aconsejadas, guardar silencio por temor de que, irritados por la voz de la verdad, se dejaran llevar a excesos aún peores. Y este Nuestro silencio estaba justificado por la autoridad de San Gregorio el Grande, quien nos dejó escrito que «se deben ponderar con discreción y prudencia las circunstancias de los tiempos y los acontecimientos, para que las palabras nunca se utilicen inútilmente, cuando es más ventajoso callar». Sin embargo, al mismo tiempo dirigimos Nuestras palabras y súplicas a Dios, e inmediatamente ordenamos que se hicieran oraciones públicas para implorar del Altísimo tal luz y gracia para esos nuevos legisladores, de modo que decidieran renunciar a los dictados de la filosofía de este siglo y volvieran a seguir los dictados y consejos de la Religión, permaneciendo firmes en ellos. En esta Nuestra determinación, tuvimos en mente el ejemplo de Susana, quien, según San Ambrosio, «logró más guardando silencio que hablando; puesto que al callar ante los hombres, hablaba con su Dios; su conciencia y su corazón hablaban, aunque no se oyera una sílaba de su boca, ni buscaba ser favorable al juicio de los hombres, pues tenía a Dios mismo como testigo».
No dejamos, sin embargo, de convocar a nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Religión Católica Romana a un Consistorio el 29 de marzo del año pasado, para informarles de lo que allí había comenzado a dibujarse contra la Religión Católica, y, compartiendo con ellos la aspereza de Nuestro dolor, les invitamos a llorar y a orar con Nos. Mientras esto se hacía, fuimos inesperadamente informados de que hacia mediados del mes de julio la Asamblea Nacional Francesa (bajo el nombre de Asamblea protestamos aquí que nos referimos sólo a aquella parte de ella que es superior en número) había emitido un Decreto por el cual, bajo el título y pretexto de una Constitución Civil del Clero, los dogmas más sacrosantos y la más firme y establecida Disciplina Eclesiástica estaban siendo realmente perturbados y derrocados; se abolían los derechos de esta Primera Sede, de los Obispos, Sacerdotes y Regulares de ambos sexos, y de toda la Comunión Católica; se suprimían los Ritos Sagrados; se manipulaban las rentas y fondos eclesiásticos; en fin, se sucedían tantos males que sería imposible de creer, si no estuvieran desgraciadamente comprobados por la experiencia.
Al oír tales cosas, nuestro ánimo no pudo menos de horrorizarse, especialmente cuando leímos el contenido del mismo Decreto: nos ocurrió lo mismo que sucedió en su momento a Gregorio Magno, nuestro predecesor, a quien, siendo enviado por el obispo de Constantinopla un libro para que emitiera su juicio, apenas hubo hojeado las primeras páginas, protestó haber encontrado en él un manifiesto veneno de iniquidad. Por ello, la aflicción que nos mantenía oprimido el corazón era inmensa e increíble, cuando al final de agosto se nos presentó una carta de nuestro queridísimo Hijo en Jesucristo, el Rey Cristianísimo Luis, con la cual él nos rogaba insistentemente que quisiéramos, con nuestra autoridad, aprobar, al menos como precaución, los cinco artículos que en la Asamblea Nacional habían sido fijados, y que él ya había confirmado con su Sanción Real. Nos fue fácil constatar que tales artículos eran contrarios a las reglas de los Cánones; no obstante, consideramos oportuno responder al Rey, con la mayor cortesía, que esos artículos serían sometidos a la evaluación de una Congregación de veinte Cardenales, cada uno de los cuales expresaría por escrito su opinión. Nosotros mismos nos encargaríamos luego de examinar las opiniones y meditarlas cuidadosamente, como la importancia del asunto exigía. Entretanto, por otra carta privada y familiar, exhortamos al Rey a que procurase inducir a todos los Obispos del Reino a exponer abiertamente sus sentimientos, y al mismo tiempo a proponernos las mejores opciones y expedientes en los que pudieran ponerse de acuerdo, y a informarnos clara y distintamente de cuanto pudiesemos desconocer, teniendo en cuenta la distancia de estos lugares, para que ningún peligro ni daño pudiese sobrevenir a Nuestra conciencia. Desde entonces, hasta ahora, no hemos recibido de ustedes ninguna explicación, como deseábamos, sobre la manera de proceder en tales emergencias. Solamente nos han llegado, en forma impresa, Cartas Pastorales, Sermones y Exhortaciones de algunos Obispos, que ciertamente están llenas del Espíritu del Evangelio, pero escritas cada uno para su particular Diócesis, sin expresar o señalar nada sobre la forma en que, a su parecer, debiéramos regularnos: una forma, por otra parte, y un reglamento que son indispensablemente requeridos por la urgente necesidad y el grave peligro en el que se encuentran. No obstante, hemos recibido –hace ya algún tiempo– una exposición manuscrita de ustedes, y luego también impresa, sobre los principios de la Constitución del Clero: en las primeras páginas de la misma se citan muchos Decretos de la Asamblea Nacional, acompañados de muchas reflexiones sobre su invalidez e injusticia. Al mismo tiempo se nos entregó una carta del Rey Cristianísimo, con la que él pide que le demos la aprobación, que tenga validez por algún tiempo, a siete artículos de la Asamblea Nacional casi similares a aquellos primeros cinco que nos fueron enviados en el mes de agosto, y a la vez nos informa de la angustia en la que se encuentra por tener que firmar con su Sanción Real un nuevo Decreto ejecutivo emitido el 27 de noviembre, en virtud del cual los Obispos, los Vicarios, los Párrocos, los Rectores de los Seminarios y otras personas que tienen oficio y cargo Eclesiástico deben prestar, dentro de un determinado tiempo, al Consejo General de las Municipalidades el juramento de observar la Constitución; en caso de no hacerlo, se les amenazan con gravísimas penas. A pesar de ello, ya que anteriormente declaramos que no queremos emitir nuestro juicio sobre estos artículos sin que antes la mayor parte al menos de los Obispos nos haya comunicado clara y distintamente su opinión, así lo reiteramos también ahora de manera resuelta y constante.
El Rey, entre otras cosas, nos solicita que con nuestra exhortación procuremos inducir a los Metropolitanos y Obispos a prestar su consentimiento a la división y supresión de Iglesias Metropolitanas y Obispados, y también, al menos como precaución, que de nuestra parte se permita que en lugar de las formas canónicas observadas hasta ahora por la Iglesia en la erección de nuevos Obispados, baste en el presente la sola autoridad de los Metropolitanos y Obispos; de conformidad con el nuevo método a seguir en las elecciones, ellos mismos presenten los candidatos para las Curias vacantes, siempre que no haya obstáculo en materia de costumbres y doctrina en aquellos que se deseen elegir. De las mismas preguntas que el Rey nos hace expresamente, se comprende perfectamente que él mismo sabe que en tales casos se debe buscar el sentir de los Obispos, y es justo que de nuestra parte no se decida nada sin haberlos escuchado primero. Por lo tanto, deseamos y solicitamos su consejo, pero de tal manera que su opinión, los reglamentos y el método sean expresados individualmente y firmados por todos, o por la mayoría de ustedes, para que, apoyados en este sólido testimonio, podamos regularnos y proceder en nuestras consultas, de manera que el juicio que emitamos sea saludable y adecuadamente apropiado tanto para ustedes como para el Cristianísimo Reino.
Mientras estamos a la espera de obtener esto de ustedes, nos tomaremos a la vez la carga de examinar todos los artículos de la Constitución Nacional; para aligerar un poco esta tarea, resulta útil lo que nos han expuesto en su carta. En primer lugar, si se leen los actos del Concilio de Sens, que se inició en el año 1327 contra los errores de los luteranos, no se puede juzgar que lo que sirve de base y fundamento al decreto nacional del que ahora se trata esté exento de la acusación de herejía. Ese Concilio se expresó en estos términos: «Después de estos hombres ignorantes, salió Marsilio de Padua con un pestilente libro titulado ‘El Defensor de la paz’, que ha sido dado recientemente a la imprenta por los protestantes, causando daño al pueblo cristiano. Él, persiguiendo hostilmente a la Iglesia y adulando impíamente a los príncipes terrenales, quita a los prelados toda jurisdicción exterior, salvo aquella que les haya sido concedida por el Magistrado secular. Afirmó además que en cada sacerdote, ya sea simple Sacerdote, Obispo, Arzobispo o incluso Papa, hay igual autoridad por institución divina, y si en el sacerdocio hay en algunos mayor autoridad que en otros, él sostiene que esto proviene de la gratuita concesión del príncipe laico, concesión que, en consecuencia, puede ser revocada a criterio de quien la hizo. Pero para reprimir el extraño furor de este delirante hereje bastan las sagradas escrituras, de las cuales se manifiesta claramente que la potestad eclesiástica no depende del arbitrio del príncipe, sino del derecho divino, en virtud del cual la Iglesia tiene la facultad de establecer leyes para la salud de los fieles y de castigar con legítimas censuras a los rebeldes. De las mismas sagradas escrituras se muestra clarísimo que la potestad eclesiástica no solo es superior a cualquier otra potestad laical, sino que también es más digna. Sin embargo, este Marsilio y los demás herejes mencionados, que se han lanzado impíamente contra la Iglesia, intentan todos a la vez disminuir en alguna parte su autoridad».
Llamamos también a vuestra memoria la complaciente opinión de Benedicto XIV, de feliz memoria, que en un Breve enviado al Primado, a los Arzobispos y a los Obispos del Reino de Polonia el 5 de marzo de 1755 trata de un opúsculo, traducido e impreso en polaco del francés, del que se hizo la primera edición bajo el título Principios sobre la esencia, distinción y límites de las dos potestades espiritual y temporal. Obra póstuma del Padre la Borde del Oratorio. En este libro, el autor sometía el ministerio eclesiástico al poder secular de tal manera que, en su opinión, este último podía por derecho propio examinar y juzgar el gobierno externo y sensible de la Iglesia. Hablando de este panfleto, Benedicto dice: «Un sistema impío y pernicioso, mucho tiempo antes reprobado por la Sede Apostólica y expresamente condenado como herético, es precisamente el que, con falaces blandenguerías y especioso estilo disfrazado de religión, y con la autoridad de las Escrituras y de los Padres totalmente distorsionada, presenta el impúdico escritor para engañar más fácilmente a los simples e incautos». Por eso Benedicto prohibió tal panfleto, lo condenó como fraudulento, falso, impío y herético, y prohibió solemnemente a cualquier católico leerlo, conservarlo o usarlo, aunque merezca mención especial e individual, bajo pena de excomunión ipso facto, de la cual nadie puede ser absuelto sino en el momento de la muerte, y no por otro que el Romano Pontífice pro tempore. Y a decir verdad, ¿qué jurisdicción pueden tener los laicos sobre los asuntos eclesiásticos, hasta el punto de que los Eclesiásticos deban someterse a sus decretos? Ciertamente nadie que sea católico puede ignorar que Jesucristo al establecer su Iglesia dio a los Apóstoles y a sus sucesores un poder sujeto a ningún otro en la tierra, como los Santos Padres todos estuvieron de acuerdo en la admonición dada por Osio y San Atanasio en estas palabras «No os entrometáis en las cosas eclesiásticas, ni Nos impongáis preceptos, sino más bien aprendedlos de Nosotros; Dios os ha dado a vosotros el Imperio, a Nosotros las cosas eclesiásticas, y así como quien quisiera quitaros el Imperio contradeciría el mandato divino, así también tened cuidado de no haceros culpables de un crimen mayor quitándoos las cosas eclesiásticas». Y fue por esta razón que San Juan Crisóstomo, para probar cuán cierto es esto, recordó lo que le había sucedido a Oza, «quien, habiendo sostenido con su mano el Arca, que de otro modo habría caído, murió inmediatamente porque quiso usurpar un ministerio que no le correspondía en absoluto. Violó entonces el día de reposo, y por el mero hecho de tocar el Arca que perecía, movió a Dios a tal indignación, que los culpables de estas ofensas no pudieron obtener de él remisión alguna, y entonces, ¿puede excusarse y obtener el perdón quien corrompe los adorables y santos dogmas? Esto no es posible, no, nunca lo será».
Esta fue también la opinión expresada en sus decretos por los sacrosantos Concilios, y vuestros Reyes también estuvieron de acuerdo en ello, hasta el soberano declarado, es decir, Luis XV, quien el 10 de agosto de 1731 declaró formalmente que reconocía «como su primer deber el de impedir que se pongan en tela de juicio, con ocasión de disputas, los sagrados derechos de un Poder que sólo de Dios ha recibido el derecho de decidir las cuestiones relativas a la doctrina concerniente a la Fe o a la Moral; redactar cánones o reglas de disciplina sobre la conducta de los ministros de la Iglesia y de los fieles en el orden de la religión; ordenar a sus ministros o deponerlos de acuerdo con las mismas reglas; y ser obediente en imponer a los fieles, según el orden canónico, no sólo penitencias saludables, sino verdaderos castigos espirituales por medio de juicios o censuras, que los primeros Pastores tienen derecho a pronunciar». Sin embargo, contra tan cierta y firme afirmación en la Iglesia católica, esta Asamblea Nacional se ha arrogado el poder de la Iglesia, llegando a establecer tantas y tan extrañas cosas, que son contrarias tanto al Dogma como a la disciplina eclesiástica, obligando a todos los Obispos y Eclesiásticos a jurar cumplir lo que ella ha decretado. Tampoco debe sorprender a nadie que observe en la Constitución de la Asamblea que no pretende otra cosa que la abolición de la religión católica, y con ella la abolición de la obediencia al Rey. Con tal designio se establece como principio de derecho natural que el hombre que vive en Sociedad debe ser plenamente libre, es decir, que en materia de Religión no debe ser molestado por nadie, y puede pensar libremente lo que le plazca, y puede escribir e incluso publicar en la prensa cualquier cosa en materia de Religión.
Que tales afirmaciones, ciertamente extrañas, desciendan propiamente y se deriven de la igualdad de los hombres entre sí y de la libertad natural, lo ha declarado la misma Asamblea. Pero, ¿qué mayor necedad puede imaginarse que considerar a todos los hombres iguales y libres de tal modo que nada se conceda a la razón, de la cual principalmente el hombre ha sido dotado por la naturaleza y por la cual se distingue de las bestias? Cuando Dios creó al primer hombre y lo colocó en el Paraíso terrenal, ¿no le impuso al mismo tiempo la pena de muerte si probaba los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Acaso no puso con este primer precepto un freno a la libertad? Y después de que el hombre, con su desobediencia, se había hecho culpable, ¿no añadió Dios muchos otros preceptos, que fueron promulgados por Moisés? «Aunque él había dejado al hombre en poder de sus propias decisiones, para que luego pudiera merecer premio o castigo, no obstante, le añadió leyes y mandamientos, para que, queriendo fielmente observarlos, le valieran para su salud». ¿Dónde está, entonces, esa libertad de pensar y actuar que los decretos de la Asamblea atribuyen al hombre que vive en sociedad como un derecho inmutable de la naturaleza? Por tanto, según lo que resulta de tales decretos, se tendría que contradecir el derecho del Creador, por medio del cual existimos, y de cuya liberalidad se debe reconocer todo lo que somos y tenemos. Además, ¿quién no sabe que los hombres fueron creados no simplemente para vivir cada uno como individuo, sino también para vivir en beneficio y utilidad de los demás? Por lo tanto, débil como es la naturaleza humana, es recíproca la necesidad de la obra ajena para la propia conservación; y es por esto que Dios dotó a los hombres de razón y de palabra, para que supieran y pudieran pedir ayuda y, al ser solicitados, la ofrecieran. Por lo tanto, de la misma naturaleza fueron inducidos a unirse y asociarse en sociedad. Ahora, dado que al hombre le corresponde el uso de la razón, de modo que no solo reconozca a su Supremo Creador, sino que lo respete y lo adore con admiración, y reconozca que él mismo y todas sus cosas derivan de Él, es necesario que desde el principio de su vida esté sujeto a sus mayores, que lo puedan regular y enseñar, de manera que le sea fácil conformar el tenor de su vida a las luces de la razón, a los principios de la naturaleza y a las máximas de la Religión. De aquí se deriva que el nacimiento mismo de cada hombre en el mundo prueba de manera evidente que esa tan aclamada igualdad entre los hombres y la libertad son vanas y falsas. «Estén sujetos, dice el Apóstol, porque esto es necesario». Pero para que los hombres pudieran unirse en sociedad civil, también fue necesario establecer una forma de gobierno, por medio de la cual esos derechos de libertad fueron atados por las leyes y por la suprema potestad de los gobernantes; de esto se deduce directamente lo que enseña San Agustín al decir: «Es un pacto general de la sociedad humana obedecer a sus reyes». Por lo tanto, esta potestad no deriva tanto del contrato social, sino de Dios mismo, autor de lo recto y de lo justo. Esto también lo afirmó el Apóstol en la carta a los Romanos, cap. 13: «Todo hombre esté sujeto a las Potestades superiores; porque no hay Potestad que no provenga de Dios, y las Potestades que están aquí en la tierra son ordenadas por Dios. Por lo tanto, quien resiste a la Potestad resiste al orden de Dios; y aquellos que resisten se atraen la condenación sobre sí mismos».
A este respecto, nos gusta citar un Canon del segundo Concilio de Tours, celebrado en el año 567, con cuyas palabras se excomulga no solo a quien presume contravenir los Decretos de la Sede Apostólica, sino también, «lo que es peor, a quien presume enseñar de cualquier manera diferente al sentir expresado por boca del Vaso de elección, el Apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, dado que Pablo mismo, inspirado por el Espíritu Santo, dice expresamente: sea excomulgado quien predique diferente de lo que yo he predicado».
Pero para refutar tan absurda invención de la libertad, baste también decir que tal fue el necio pensamiento de los valdenses y begardos condenado por Clemente V con aprobación universal del Concilio Ecuménico de Viena; error que luego siguieron los wiclefistas y, en último término, Lutero, a quien pertenecen las palabras «Nosotros en todo somos libres». Por otra parte, lo que hemos dicho acerca de la obediencia debida a los Poderes legítimos, no queremos que se tome como si lo hubiéramos dicho con intención de atacar las nuevas leyes civiles, que, como pertenecientes a su gobierno secular, bien podía aprobar el mismo Rey. Al exponer lo que hemos referido, no era nuestra intención que se restableciera allí el estado civil anterior, aunque algunos calumniadores así lo interpretan y difunden para hacer odiosa la Religión de este modo. En realidad, tanto nosotros como vosotros mismos buscamos y nos esforzamos únicamente para que los sagrados derechos de la Iglesia y de la Sede Apostólica permanezcan incólumes.
Con este fin pasaremos ahora a examinar el nombre de Libertad desde otro punto de vista, y a notar la diferencia que hay entre los que siempre han estado fuera del seno de la Iglesia, como los infieles y los judíos, y los que habiendo recibido el sacramento del Bautismo se han sometido a la Iglesia misma. Los primeros no deben en modo alguno obligarse a profesar la obediencia católica; pero, por el contrario, los segundos deben sujetarse a ella. Santo Tomás de Aquino expone e ilustra esta diferencia con razones muy sólidas, como es su costumbre, y muchos siglos antes lo hizo Tertuliano en su libro titulado Scorpiacus contra los gnósticos; y hace pocos años lo hizo Pío VI en su obra sobre la Beatificación de los Siervos de Dios y la Canonización de los Beatos. Y para que en esta materia se manifieste cada vez más la razón, véanse las dos famosísimas cartas de San Agustín, una escrita a Vicente Cartago, la otra al conde Bonifacio, de las que se han hecho varias ediciones, que sirven de vigorosa refutación contra los herejes, no sólo antiguos, sino también modernos. A través de estas cosas se hace muy claro y manifiesto que la igualdad y la libertad de que alardea esta Asamblea tienen por objeto, en última instancia, como ya hemos demostrado, derrocar a la religión católica, a la que la Asamblea se ha negado, por tanto, a dar el título de Dominante, en un Reino en el que siempre ha dominado.
Pasando ahora a demostrar los otros errores de la Asamblea Nacional, se nos presenta inmediatamente la abolición del Primado Pontificio y de su Jurisdicción, ya que el decreto lo expresa así: «El nuevo obispo no podrá dirigirse al Papa para obtener ninguna confirmación; pero le escribirá como Cabeza visible de la Iglesia universal en testimonio de la unidad de la fe y de la comunión que debe tener con él».
Absolutamente nueva es la fórmula del juramento que se prescribe, ya que en ella calla el nombre del Romano Pontífice; en efecto, puesto que el elegido está obligado por juramento a observar los decretos nacionales, que prohíben que la confirmación de la elección sea tomada del Pontífice, queda por tanto completamente excluido todo poder del Pontífice mismo, y de este modo se separan de la fuente, las ramas del árbol y el Pueblo del Primer Sacerdote. Al dirigirnos a vosotros, permitidnos, para recordar las injurias hechas a Nuestra dignidad y autoridad, apropiarnos de las mismas palabras con las que San Gregorio Magno, escribiendo al augusto Constantino, se quejaba del Obispo Juan que, presuntuoso y aficionado a la novedad, pretendía arrogantemente llamarse Obispo Universal: le rogaba que no se adhiriera a tan ambiciosas pretensiones suyas: «No sea que en esta causa vuestra piedad me tenga poco en cuenta, pues aunque los pecados de Gregorio [diremos ahora de Pío] son tan grandes, que para ellos sería apropiado tal castigo, sin embargo el apóstol Pedro no tiene ningún pecado por el que merezca en vuestro tiempo sufrir tales cosas; Por tanto, por Dios Todopoderoso, os ruego y suplico que, así como vuestros Mayores y Predecesores se procuraron la protección y el favor del Apóstol San Pedro, así también vosotros procuréis conservarlo, para que, a causa de nuestros pecados, que somos sus indignos siervos, no disminuya en nada ante vosotros el honor de aquel, que puede ayudaros en todo al presente, y en lo sucesivo puede perdonaros los pecados».
Lo que San Gregorio pidió a la autoridad de Constantino para sostener el decoro de la dignidad pontificia, nosotros lo pedimos igualmente de ustedes, para que en este vastísimo Reino no sean abolidos el honor y los derechos del Primado, sino que se tengan en cuenta los méritos de Pedro, de los cuales nosotros, aunque indignos, somos herederos: él, en la humildad de nuestra Persona, debe ser honrado. Si no pueden llevar esto a cabo, debido a una fuerza extranjera, al menos deben suplirlo con el celo religioso y con su constancia, absteniéndose valerosamente del juramento que se les impone. Ciertamente, la denominación pretendida por Juan le quitó a Gregorio mucho menos de lo que el decreto nacional le quita a nuestros derechos; porque, ¿cómo puede decirse que se mantiene y se conserva la comunión con el Cabeza visible de la Iglesia solo comunicándole la elección y al mismo tiempo negándole a través del juramento la Autoridad del Primado? Y, sin embargo, a él, como cabeza, sus miembros deben hacer solemne promesa de obediencia canónica para conservar la unidad de la Iglesia y evitar los cismas en este cuerpo místico formado por Jesucristo. A este respecto, en lo que concierne a las Iglesias de Francia, se puede ver en Martens, en su obra sobre los Antiguos Ritos de la Iglesia, cuál ha sido en el pasado la fórmula del juramento: queda claro que desde tiempos antiguos los Obispos de Francia, en su Ordenación, añadían a la profesión de la fe la expresa cláusula de su obediencia hacia el Romano Pontífice. En verdad, no ignoramos (ni queremos disimularlo aquí) lo que los defensores de la Constitución Nacional producen en contrario a partir de una carta de San Hormisdas a Epifanio, Patriarca de Constantinopla, o más bien, a decir verdad, cómo abusan de tal carta, en cuanto de ella resulta que era costumbre que los obispos electos enviaran delegados con su carta, y con la profesión de la Fe, al Romano Pontífice, de quien pedían ser admitidos en unión y comunión con la Sede Apostólica, y de esta manera trajeran la aprobación de la elección que había seguido en su persona. Al no haber hecho esto, Epifanio, el Papa Hormisdas le escribió lo siguiente: «Nos hemos maravillado mucho de cómo no habéis observado la habitual y antigua costumbre, cuando ahora que ha sido restablecida por divina merced la concordia entre las Iglesias, ello precisamente de vosotros exigía el deber, en prueba de la fraterna paz, sobre todo porque no se pretendía esto por ambición personal, sino por observancia de las Reglas. Habría sido bueno, oh querido Hermano, que desde el mismo principio de vuestro Obispado hubierais enviado delegados a la Sede Apostólica con el fin de tener certeza de cuál es nuestro afecto hacia vosotros, y de observar exactamente la forma de la antigua costumbre». Es cierto que los enemigos del Primado de aquella expresión «habría sido bueno» deducen que tal delegación era un simple acto de cortesía, y por así decir, de exuberancia; pero si se observa bien, por otra parte, todo el contexto de la carta, es decir, las palabras «restablecida la concordia entre las Iglesias… ello exigía el deber… se pretendía por observancia de las Reglas… observar exactamente la forma de la antigua costumbre», ¿quién puede sostener que por haberse el Papa servido de esta moderada expresión «habría sido bueno» no era un deber del Elegido recurrir al Papa para obtener la aprobación?
Pero cualquier interpretación contraria queda completamente derrotada por otra carta papal, que San León IX escribió a Pedro, Obispo de Antioquía. Habiendo comunicado al Santo Pontífice su elección al obispado, recibió la siguiente respuesta: «El cuidado que tuviste de informarnos de tu elección era muy necesario… y no te demoraste en llevar a cabo lo que mucho era debido de vuestra parte y por parte de la Iglesia que temporalmente presides. Mi humildad, pues, que ha sido exaltada al sublime Trono Apostólico, para que apruebe lo que ha de ser aprobado, y también desapruebe lo que ha de ser desaprobado, aprueba de buen grado, y alaba, y confirma la promoción episcopal de Vuestra Santísima Fraternidad, y ruega inmediatamente al común Señor, que así como Vos sois actualmente llamado por los hombres, así también seáis ante Sus ojos. Esta carta, que no es la opinión de un doctor privado, sino que expresa el juicio de un Pontífice distinguido por su santidad y doctrina, no deja lugar a dudas sobre el sentido en que hemos explicado la carta de San Hormisdas, por lo que merecidamente debe ser considerada como uno de los testimonios más ilustres para probar la obligación que tienen los Obispos de pedir, y traer de vuelta del Romano Pontífice, la confirmación: obligación que está corroborada por la autoridad del Concilio de Trento, y que Nosotros tuvimos el cuidado de sostener y defender en Nuestra respuesta acerca de las Nunciaturas; muchos otros entre Vosotros, con obras eminentes y doctas, la han ilustrado con mucha claridad. Pero aquí, de Nuestros adversarios, que están ansiosos de apoyar los decretos de esta Asamblea, oímos que estos decretos pertenecen a la Disciplina, la cual, así como ha sido cambiada a menudo en relación con la variedad de los tiempos, así también puede cambiar en la actualidad. Además, entre los decretos de la Asamblea no sólo hay los que pertenecen a la Disciplina, sino que también hay otros, y no pocos, que tienden a derribar el Dogma puro e inmutable, como hemos demostrado hasta ahora. Sin embargo, aun tratándose de la Disciplina misma, ¿quién hay entre los católicos que pretenda que los laicos puedan cambiar la Disciplina eclesiástica? Incluso el mismo Pietro de Marca confiesa que «sobre Ritos, Ceremonias, Sacramentos, Censura del Clero, Función, Condiciones y Disciplina, es la más frecuente costumbre de los Concilios hacer Cánones, y de los Romanos Pontífices también hacer Decretos en cuanto a las materias sujetas a ellos, no se puede producir ninguna Constitución de principios promulgada sobre esta materia por mero mandato del Poder secular. Vemos con certeza que en esta parte las Leyes Públicas vinieron después, pero nunca precedieron».
Además, en el año 1560, habiendo pedido la Facultad de París un examen de las proposiciones hechas a la Asamblea, es decir, a los Estados reunidos de Anjou, por Francisco Grimauldet, entre las muchas proposiciones reprobadas por la misma Facultad se encuentra la siguiente en el número 6: «El segundo punto de la Religión concierne al Gobierno y Disciplina Eclesiástica, sobre la cual los Reyes y Príncipes cristianos tienen poder para dirigirla, ordenarla y reformarla, si está corrompida». Esta proposición es falsa, cismática, perjudicial para el poder eclesiástico y herética, y las pruebas no son concluyentes y son dispares. Además, es muy cierto que la disciplina no puede ser temerariamente variada a capricho, ya que las dos primeras lumbreras de la Iglesia católica, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, enseñan abiertamente que los asuntos de disciplina no deben ser variados sino cuando la necesidad o la gran utilidad lo requieran; pues el cambio de costumbre, aun cuando sea beneficioso, es perturbado por la novedad misma, y no debe hacerse ninguna variación (como añade el mismo Santo Tomás) «a menos que lo que se abandona en una parte para la salvación común, se compense en otra parte». Es, pues, tan impensable que los Romanos Pontífices hayan corrompido alguna vez la disciplina, cuanto que, por el contrario, con la autoridad que Dios les ha conferido para la edificación de la Iglesia, han procurado siempre mejorarla y dulcificarla; todo lo contrario de lo que han hecho a Nuestro pesar los miembros de esta Asamblea, como fácilmente puede verse comparando cada artículo de esos decretos con la disciplina de la Iglesia.
Pero antes de comenzar a hablar de estos artículos, consideramos oportuno anticipar cuánta coherencia tiene a menudo la disciplina con el dogma, y cuánto influye una en conservar la pureza del otro, así como lo poco útiles que han sido, y de cuánta corta duración, las variaciones permitidas, aunque raramente, por los Romanos Pontífices por condescendencia. De hecho, los Sagrados Concilios han excomulgado en varios casos a los violadores de la disciplina. En el Concilio Trullano se estableció la pena de excomunión para quien comiera sangre de animales asfixiados: «Si alguien de aquí en adelante se atreve a comer de cualquier forma la sangre de los animales, sea depuesto, si es clérigo, y si es laico, sea separado». En varios lugares el Concilio de Trento somete a excomunión a quienes atacan la disciplina eclesiástica; ya que en el can. 9, sesión 13 de la Eucaristía, establece la pena de excomunión para quienquiera que «niegue que todos y cada uno de los cristianos de ambos sexos, que hayan llegado a la edad de la discreción, están obligados a comulgar al menos una vez al año en Pascua, conforme al precepto de la Santa Madre Iglesia». En el can. 7, sesión 22 del Sacrificio de la Misa, se somete a excomunión a quien diga «que las ceremonias, las vestiduras y los signos externos que emplea la Iglesia Católica en la celebración de la Misa sirven más para provocar la impiedad que para suscitar la piedad». En el can. 9 de la misma sesión, se excomulga igualmente a quien diga «que el rito de la Iglesia Romana de pronunciar en voz baja parte del Canon y las palabras de la Consagración debe ser condenado, o que la Misa debe celebrarse en lengua vulgar». En el can. 4, sesión 24 del Sacramento del Matrimonio, se castiga con excomunión a quien diga «que la Iglesia no podía establecer impedimentos que disuelvan el matrimonio, o que al establecerlos ha cometido un error». En el can. 9, de la misma sesión y título, se incurre igualmente en la excomunión quien diga «que los clérigos constituidos en Órdenes Sagradas, o los religiosos que han hecho voto solemne de castidad, pueden contraer matrimonio, y que si lo hacen, es válido, a pesar de la ley eclesiástica o del voto, y que el pensamiento contrario no es más que una condena del matrimonio, y que pueden contraerlo todos aquellos que no sienten el don de la castidad, aunque hayan hecho voto de ella». En el can. 11, de la misma sesión y título, también se castiga con excomunión a quien diga «que la prohibición de la celebración de matrimonios en determinados tiempos del año es una superstición tiránica derivada de la superstición de los gentiles, o que condene las bendiciones y otras ceremonias que utiliza la Iglesia en las bodas». En el can. 12 de la misma sesión y título, se impone la pena de excomunión a quien diga «que las causas matrimoniales no pertenecen a los jueces eclesiásticos». Luego, Alejandro VII, el 7 de enero y el 7 de febrero de 1661, condenó bajo pena de excomunión latae sententiae la traducción del Misal Romano al francés, como una novedad que deforma el decoro perpetuo de la Iglesia, y que fácilmente podría producir desobediencia, temeridad, audacia, sedición, cisma y muchos otros males. Por la pena de excomunión impuesta a quienes se oponían a diversos puntos de la Disciplina, comprendemos claramente que esta ha sido considerada por la Iglesia como conectada con el Dogma, y que no debe ser modificada en ningún momento, ni por cualquiera, sino solo por la Autoridad eclesiástica, cuando esta esté segura de que lo que hasta entonces se ha observado ha devenido inútil, o haya una necesidad urgente de lograr un bien mayor.
Ahora nos queda ver cuán poco útiles y duraderas fueron las variaciones que se esperaban beneficiosas. Lo veréis fácilmente si recordáis el ejemplo de lo que sucedió con el uso del Cáliz, que Pío IV, tras las encarecidas peticiones del emperador Fernando y de Alberto, duque de Baviera, fue finalmente inducido a conceder, a saber, que ciertos obispos que tenían diócesis en Alemania pudieran permitir su uso bajo ciertas condiciones. Pero como de ello habían resultado más perjuicios que beneficios para la Iglesia, el Santo Pontífice Pío V consideró necesario, nada más comenzar su pontificado, revocar esta concesión, como no tardó en hacer con dos Breves Apostólicos, el primero del 8 de junio de 1566 dirigido a Juan, Patriarca de Aquilea, el segundo al día siguiente a Carlos Archiduque de Austria. Algún tiempo después, Urbano, obispo de Passau, presentó peticiones para obtener el mismo indulto; pero San Pío le respondió en una carta fechada el 26 de mayo de 1568, instándole enérgicamente «a mantener el antiquísimo rito de la Iglesia católica antes que el que usan los herejes …. Y en esta actitud debes [escribe] permanecer tan firme y constante, que no te permitas apartarte por temor a cualquier daño o peligro, aunque pierdas tus bienes temporales, aunque encuentres el martirio. Estás obligado a apreciar el valor de tal constancia más que todas las riquezas y bienes temporales. Un hombre verdaderamente cristiano y católico no debe rehuir el martirio: al contrario, debe desearlo y tenerlo en cuenta como un singular beneficio de Dios, y quien ha sido hecho digno de derramar su sangre por Cristo y sus santísimos Sacramentos debe ser considerado verdaderamente feliz». Tan merecidamente San León Magno, escribiendo a los Obispos de Campania, Piceno, Toscana y de todas las Provincias acerca de ciertos puntos de Disciplina, terminaba su carta con las siguientes palabras: «Os advertimos, pues, y os intimamos que si alguno de los Hermanos intentare contravenir estas determinaciones, y osare hacer lo que está prohibido, tened por cierto que será apartado de su ministerio, y no participará de Nuestra Comunión quien no quiera ser Nuestro compañero en la Disciplina».
Pasemos ahora al examen de los diversos artículos del Decreto de esta Asamblea Nacional; aquí la supresión de antiguas Metrópolis, e incluso de algunos Obispados, y la división de algunos de ellos, y la nueva erección de otros, merece una reflexión muy seria. Sobre esto no pretendemos recordar aquí para un examen crítico lo que no vemos sin alguna duda relatado por los historiadores acerca de la antigua división de las Provincias de Francia con respecto al Estado Civil. De esta división podríamos deducir que tanto en lo que se refiere al tiempo como al territorio, las Metrópolis eclesiásticas no eran lo mismo que las Provincias del Estado civil. Pero para el punto del que se trata ahora, nos bastará señalar que de la división hecha de las Metrópolis en relación con la Jurisdicción Civil no se derivan en absoluto los límites del territorio para el Ministerio Eclesiástico, como se manifiesta claramente en la razón expuesta por San Inocencio I en una de sus cartas a Alejandro de Antioquía: «En cuanto a lo que nos preguntas, si, por haber sido divididas las Provincias por sentencia imperial, de modo que sean dos Metrópolis, debe hacerse también el nombramiento de dos Obispos Metropolitanos, nos ha parecido que la Iglesia de Dios no tiene nada que variar, conformándose con los cambios producidos por las necesidades mundanas, ni tener aquellos honores o sufrir aquellas divisiones, que el Emperador habrá creído necesario hacer por sus propias razones. Conviene, pues, que el número de obispos metropolitanos sea el que exige la antigua división de las provincias». Esta carta está ilustrada con eminentes documentos tomados de la práctica de la Iglesia galicana por Pietro de Marca: Sólo necesitamos transcribir estas pocas palabras: «La Iglesia galicana era plenamente de la misma opinión que el Sínodo de Calcedonia y el Decreto de Inocencio, y consideraba una cosa indigna que se hicieran nuevos obispados por mandato de los reyes, etc.». Por tanto, no se debe apartar del sentir común de la Iglesia universal por una cobarde adulación a los Príncipes, como le sucedió a Marcantonio de Dominis, que erróneamente y contra los mismos Cánones atribuyó a los Reyes la erección de obispados; opinión que han hecho suya algunos modernos. En tales materias la disposición y la regulación dependen enteramente de la Iglesia, como he dicho. Pero aquí se dirá que se recurre a Nos para que las divisiones diocesanas establecidas sean aprobadas por Nosotros. Debe considerarse cuidadosamente si esto debe ser hecho por Nosotros, ya que parece oponerse el origen infecto del que derivan estas divisiones y supresiones actuales. También debe reflexionarse que no se trata de cambiar una diócesis u otra, sino de derribar casi todas las diócesis de un vasto reino, y de remover de su lugar a tantas grandes e ilustres Iglesias, ya que muchas de las que solían gozar del honor arzobispal están siendo rebajadas al rango de obispado. Inocencio III arremetió fuertemente contra esta novedad, cuando, escribiendo al Patriarca de Antioquía, amargamente le reconvino con estas palabras: «Con un cambio nuevo e inusual se ha disminuido lo que es mayor, y en cierto modo disminuido lo grande, presumiendo de hacer obispo a un arzobispo, o mejor dicho, desarzobisparlo».
La novedad impresionó tanto a Ivón de Chartres que, para evitarla, consideró necesario recurrir a Pascual II y escribirle en estos términos: «El estado de las Iglesias, que ha perdurado casi cuatrocientos años, permitid que permanezca firme e inquebrantable, para que con esta ocasión no se provoque en el Reino de Francia el cisma que existe en el Reino de Alemania contra la Sede Apostólica». A esto se añade que, antes de tomar tal decisión, debemos consultar a los Obispos, ya que se trata de sus derechos, de modo que luego no seamos acusados de violar las leyes de justicia contra ellos. Cuánto detesta esta situación el Papa San Inocencio I, lo demuestran las siguientes palabras suyas: «¿quién podría tolerar aquello en lo que pecan aquellos mismos que deberían más que otros estar preocupados por la tranquilidad, por la paz, por la concordia? Por un motivo extravagante e irracional, ahora se ven sacerdotes inocentes expulsados de las sedes de sus Iglesias. El primero en sufrir esta injusta expulsión ha sido Nuestro Hermano y Consacerdote Juan, vuestro Obispo, sin haber sido escuchado de ningún modo. Contra él no se presenta, ni se escucha, ninguna acusación de delito. ¿Qué perversa resolución es esta? Como si no hubiera o no se buscara ningún tipo de juicio, en lugar de sacerdotes que aún viven, se sustituyen por otros, como si aquellos que inician su ministerio con semejante falta pudieran tener algún mérito o lo hubieran merecido. Nuestros Padres, sin embargo, nunca actuaron de este modo, sino que lo prohibieron, ya que nunca se ha dado permiso para ordenar a otro en lugar de quien sigue vivo. Por tanto, una ordenación irregular e ilícita no puede privar del honor a un sacerdote, mientras que no puede ser considerado obispo quien injustamente ocupa su lugar».
Por último, conviene saber de antemano cómo siente esta novedad el pueblo, que se ve privado de la ventaja de acudir más rápida y cómodamente a su Pastor. A causa de la Disciplina cambiada, o más bien invertida, sigue otra novedad, a saber, la introducción de una nueva manera de elección del obispo: una nueva manera, por la cual se rompe y viola la convención solemne, a saber, el Concordato ya establecido entre el Papa León X y el Rey Francisco I y aprobado por el Concilio General Lateranense V, en el cual se promete una observancia mutua y fiel de los pactos, como de hecho se ha practicado constantemente durante doscientos cincuenta años; por lo tanto, este Concordato es reputado con razón como la ley del Reino. En él se acordó entre las partes el modo de conferir Conferencias Episcopales, Prelaturas, Monasterios y Beneficios. Ahora haciendo caso omiso de este Concordato, se determina por esta Asamblea que en lo sucesivo los Obispos sean elegidos por el pueblo de cada Distrito o Municipio. Con tal determinación parece que esta Asamblea quiso abrazar las falsas opiniones de Lutero y Calvino, seguidas más tarde por el apóstata de Split. Afirmaban que era de derecho divino que los obispos fueran elegidos por el pueblo, opinión que es muy fácil definir como errónea si recordamos las elecciones antiguas. Porque Moisés, para empezar, estableció a Aarón como Pontífice sin el voto y el consejo de la multitud, y después de Aarón, a Eleazar; Jesucristo, Nuestro Señor, sin la intervención del pueblo eligió primero a los doce Apóstoles, y después a setenta y dos Discípulos. Así, sin intervención del pueblo, San Pablo hizo a Timoteo Obispo de Éfeso, a Tito de la Isla de Creta, y a Dionisio el Areopagita, a quien el Apóstol quiso ordenar con sus propias manos, Obispo de Corinto. San Juan, después, sin ningún consentimiento del pueblo, hizo obispo a Policarpo en Esmirna, y son casi innumerables los que fueron enviados por la sola elección de los Apóstoles a pueblos lejanos e infieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia para gobernar como pastores las Iglesias fundadas por los mismos Apóstoles. Este modo de elección, cuán verdadero y justo es, lo muestran también los sacrosantos Concilios, como el Laodicense I y el Constantinopolitano IV. San Atanasio creó a Frumencio obispo de los indios en una reunión de sacerdotes sin conocimiento del pueblo. San Basilio eligió a Eufronio como obispo de Nicópolis en uno de sus sínodos sin la petición y el consentimiento de los ciudadanos y el pueblo. San Gregorio II ordenó obispo a San Bonifacio en Alemania, sin que los alemanes supieran nada de ello, ni lo imaginaran. El mismo Valentiniano Augusto, habiéndole propuesto los obispos la elección del obispo de Milán, respondió: «Es un asunto demasiado superior a mis fuerzas. Vosotros, que estáis llenos de la gracia divina y habéis recurrido al Espíritu divino, sabréis elegir mejor que yo». La opinión de Valentiniano debería ser oída y declarada por los Departamentos de Francia, y abrazada por los Príncipes Católicos. Contra lo que hasta aquí hemos expuesto, Lutero, Calvino y sus seguidores oponen el ejemplo de San Pedro, quien, levantándose en medio de los hermanos (el número de los reunidos era de unos ciento veinte), dijo: «Es necesario que de estos hombres, que están aquí reunidos con nosotros, uno sea elegido para recibir el lugar del ministerio y apostolado, del que se extravió Judas». Pero en vano se oponen a ello, pues, en primer lugar, Pedro no dejó a la asamblea libertad para elegir a quien quisiera, sino que prescribió e indicó que la elección recayera sobre uno de los aquí reunidos. Además, las siguientes palabras de Crisóstomo disipan cualquier excepción contraria: «¿Qué, pues? ¿No podía Pedro elegir por sí mismo? Ciertamente podía, pero para que no pareciera que concedía favores, se abstuvo». A lo que también dan mayor fuerza las otras acciones de Pedro que siguieron después.
También merece la pena leer la carta de San Inocencio I al obispo de Gubbio, Decencio. Después de que la violencia de los arrianos, favorecida por el emperador Constancio, había comenzado a expulsar a los obispos católicos de sus sedes y a sustituirlos por seguidores de la herejía arriana (de la que San Atanasio se lamenta amargamente), la necesidad de los tiempos obligó al Pueblo a intervenir en las elecciones de los obispos, de modo que se enardeció de celo por mantener en su sede a aquel obispo que sabía bien que había sido elegido en su presencia. Pero no por esta razón el Clero perdió el derecho de elección, el cual, es cierto, siempre le perteneció por un derecho especial de razón; ni nunca se pretendió que el derecho de elección hubiera sido diferido al Pueblo solamente, como ahora se pretende introducir; los Pontífices Romanos nunca permitieron que su autoridad permaneciera inoperante. De hecho, San Gregorio Magno envió al subdiácono Juan como delegado suyo a Génova, para que allí, donde se encontraban muchos milaneses, examinara sus opiniones y pareceres sobre la persona de Constancio: si los encontraba perseverantes e inclinados hacia él, haría que fuera consagrado obispo de Milán por sus propios obispos con el asentimiento de la autoridad pontificia. Además, en una carta a varios obispos de Dalmacia, ordenó, por la autoridad del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, que no debían presumir, sin su consentimiento y permiso, de imponer las manos a nadie en la ciudad de Salona, ni ordenar a nadie como obispo de esa ciudad de otra manera que no fuera la prescrita por él; si alguna vez se atrevían a transgredir, serían privados de la participación del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y quien fuera ordenado por ellos no sería considerado obispo. Además, escribiendo a Pedro de Otranto, ya que los Obispos de Brindisi, Lecce y Gallipoli habían muerto, le ordenó ir a esas diócesis, visitarlas y procurar que se sustituyeran en el gobierno espiritual sacerdotes dignos de tan gran ministerio, que luego irían al Papa para ser consagrados. Otra vez: en una carta que escribió a los milaneses, aprobó que ellos, en lugar del difunto obispo Constancio, eligieran a Diodato, y si nada se opone a los Sagrados Cánones vigentes, manda que por su autoridad sea solemnemente ordenado.
San Nicolás I no cesó de reprochar al rey Lotario que en su reino sólo se promoviera al obispado a personas favorecidas por él; por lo que, por autoridad apostólica, le ordenó que, si no quería incurrir en la indignación divina, no permitiera que nadie fuera elegido para los obispados de Tréveris y Colonia antes de que se hubiera hecho un informe al Apostolado Pontificio. Además, Inocencio III rechazó al recién creado obispo de Penna, porque había ascendido por propia voluntad al obispado antes de ser llamado a él por el Romano Pontífice. Del mismo modo, depuso al obispo Conrado de las sedes de Hildesheim y Wirtzburg, porque había tomado posesión arrogantemente de una y otra sin el permiso del Romano Pontífice. San Bernardo pidió humildemente al Pontífice Honorio II que se dignara confirmar a Alberico, elegido por votación para el obispado de Cataluña; lo que demuestra abiertamente que el Santo Abad reconocía también que las elecciones de obispos carecían de valor si no intervenía la aprobación apostólica.
Por último, como las discordias, tumultos y otros abusos eran continuos, era necesario excluir al Pueblo de las elecciones, y no buscar ni su testimonio ni su deseo sobre la Persona a elegir. Pero si esta exclusión del Pueblo se introdujo providencialmente en una época en que se trataba de admitir a la elección sólo a los Católicos, ¿qué decir ahora del Decreto de la Asamblea Nacional, en virtud del cual, dejando aparte al Clero, se confían estas elecciones a los Departamentos de Francia, en los que se encuentran Judíos, Herejes y Heterodoxos de diversas clases? En consecuencia, un número nada despreciable de ellos participaría en las elecciones episcopales, y se seguiría así lo que tanto aborrecía y no quería soportar San Gregorio Magno, quien en una carta a los milaneses afirmaba: «No damos nuestro consentimiento a una persona que no sea elegida por los católicos, y especialmente por los lombardos… Porque si ordenamos a uno que es elegido por tales personas, evidentemente demuestra ser un indigno Vicario de San Ambrosio».
De este modo, no sólo se renovarían todas los disturbios y escándalos abolidos hace tiempo, sino que se elegirían como obispos hombres que podrían tener a sus electores como compañeros y maestros de corrupción y error, o al menos secretamente en sus almas podrían cultivar sentimientos conformes a los de quienes los eligieron, como advierte San Jerónimo, cuando dice: «A veces la plebe y el vulgo en su juicio yerran; al aprobar a los Sacerdotes cada uno favorece su propio genio, y sus propias costumbres, y busca no tanto tener un buen Pastor, como tenerlo semejante a sí mismo». De tales Obispos, pues, que entrarían por otro lado que no fuera la puerta, ¿no se debe esperar, es más, no se debe temer, que venga daño a la Religión, puesto que ellos, enredados en la trampa del engaño, nunca podrán corregir al Pueblo? Ciertamente ellos, sean quienes sean, no tendrían poder para atar y desatar, ya que carecen de misión legítima, y pronto serían declarados fuera de la comunión de la Iglesia por esta Santa Sede, como siempre lo ha hecho en casos similares, y como también en la actualidad declara expresamente con Proclamación pública sobre todas las elecciones de los Obispos de Utrecht.
Pero en el Decreto de la Asamblea viene otra cosa que parece aún peor, a saber, se determina en él que los Obispos elegidos por sus Departamentos deberán presentarse al Metropolitano u Obispo Mayor para obtener la confirmación; En el caso de que éste se negase a concederla, se prescribe que debe exponer por escrito la razón de tal negativa, y entretanto los excluidos pueden recurrir por abuso ante los magistrados civiles, a quienes corresponde la facultad de juzgar sobre el juicio mismo expresado por los Metropolitanos u Obispos, que son aquellos en quienes reside la facultad de juzgar sobre la moral y la doctrina, y que, como dice San Jerónimo, fueron establecidos para preservar al Pueblo del error. Pero para que se vea más claramente cuán ilegítima e incompetente es esta apelación a los laicos, recordemos el célebre ejemplo del emperador Constantino. Como mucha gente había acudido a Nicea para la celebración del Concilio, los obispos creyeron oportuno que el Emperador asistiera en persona y recibiera él mismo las acusaciones contra los arrianos. Pero el emperador, tras recibir los libros que le habían presentado, dijo: «No me corresponde a mí, como simple hombre, arrogarme el examen de tales cosas, puesto que tanto los acusadores como los acusados son sacerdotes». Se podrían dar muchos otros ejemplos de este tipo, pero no queremos extendernos en algo tan manifiesto. Si se quisiera argumentar contra el comportamiento del hijo del Emperador, Constancio, «verdadero enemigo de la Iglesia católica», que se arrogó la autoridad que su Padre había confesado no tener, es fácil deducir de las obras de San Atanasio y Jerónimo cuánto odiaban ese comportamiento.
Finalmente, ¿qué otra cosa ha pretendido hacer la Asamblea con estos Decretos, sino derrocar y reducir a nada el mismo episcopado, casi por odio hacia Aquel de quien los obispos son ministros? Además, por decreto se les asigna un Consejo estable de sacerdotes, que deben llamarse Vicarios, y se estipula que deban ser dieciséis en las ciudades con diez mil almas, y doce donde el número de habitantes sea menor. Los obispos también son obligados a tomar otros ayudantes, es decir, aquellos que eran párrocos de las parroquias suprimidas, y estos deben llamarse Vicarios de pleno derecho; por lo tanto, están exentos de la subordinación y sujeción a los obispos a los que están adscritos. En cuanto a los primeros, aunque se deja su elección al arbitrio de los obispos, no obstante, se prohíbe a estos proceder a cualquier acto de jurisdicción (excepto provisionalmente) sin el consentimiento de aquellos, y no pueden destituir a ninguno de ellos del Consejo sin la mayoría de los votos del mismo Consejo. Pero, ¿qué es esto sino querer que cada diócesis sea gobernada por los sacerdotes, quienes anulan la jurisdicción del obispo? ¿Y no se contradice abiertamente así la doctrina que se lee en los Hechos de los Apóstoles: «El Espíritu Santo ha constituido a los obispos para gobernar la Iglesia de Dios, adquirida por él con su propia Sangre»? ¿No se desordena y perturba de este modo todo el orden de la sagrada jerarquía? Los sacerdotes son equiparados a los obispos: error que fue enseñado por primera vez por el sacerdote Aecio, luego seguido por Wiclef, por Marsilio de Padua, por Juan de Jandún, y finalmente por Calvino, como ha resumido brevemente Pío VI en su obra Sínodo Diocesano. Es más, los sacerdotes son colocados por encima de los mismos obispos, ya que estos no pueden destituir a ninguno de ellos del Consejo, ni determinar nada sin la mayoría de votos de los Vicarios mencionados. Y, sin embargo, los mismos Canónigos que componen los Capítulos legítimamente constituidos y forman el Senado de las Iglesias, cuando son convocados al Consejo, no pueden emitir otro voto que el llamado consultivo, como lo demuestra Pío VI con la autoridad de dos Concilios Provinciales de Burdeos.
En cuanto a los Vicarios del segundo tipo, que son llamados de pleno derecho, es realmente sorprendente, y absolutamente inaudito, que los obispos estén obligados a utilizar el trabajo de sacerdotes a los que podrían tener motivos válidos para rechazar; estos sustitutos ocupan el lugar de aquellos que no están incapacitados; además, no están subordinados a los mismos obispos en el servicio en cuestión.
Pero es necesario que vayamos más allá. Cuando en esta Asamblea se llegó al punto de dictar una ley sobre el gobierno de los seminarios, aquella facultad que concedía a los Obispos el poder elegir Vicarios del cuerpo del Clero, quedaba restringida en la elección de los Superiores o Rectores de los seminarios, pues esto tendría que llevarlo a cabo el Obispo juntamente con los Vicarios por pluralidad de votos, prohibiendo la destitución de su cargo de dichos Superiores o Rectores, cuando la mayoría de los Vicarios, como se ha dicho, no lo consintieran. Aquí, ¿quién no ve cuánta desconfianza se muestra así hacia los Obispos, a quienes pertenece el cuidado de la educación y disciplina de aquellos que luego han de ser elegidos y asignados a la obediencia y ministerio de la Iglesia? Nada hay tan cierto e indudable como esto: que el Obispo es el Jefe y Supremo Administrador de los seminarios; y aunque el Concilio de Trento ordena que la disciplina eclesiástica de los estudiantes sea supervisada por dos Canónigos, la elección de éstos se deja, sin embargo, a la discreción de los Obispos, «según les sugiera el Espíritu Santo», el Concilio no les obliga en modo alguno a compartir el juicio o consejo de dichos Canónigos. En la actualidad, pues, ¿qué confianza pueden tener los Obispos en personas no elegidas por ellos, sino por otros, y éstos quizá incluso pertenecientes al número de los que han jurado obediencia a los decretos tan contaminados por la Asamblea Nacional? Para reducir finalmente a los obispos a la más extrema depresión y a la humillación y compasión universales, se ha dispuesto que cada tres meses se les otorgue, casi como a mercenarios, una asignación tan limitada que ya no les es posible aliviar la indigencia y la miseria de los pobres, que constituyen una gran parte del pueblo, y mucho menos sostener el honor y el decoro de la dignidad episcopal.
Esta nueva asignación a los Obispos es completamente distinta a la que se había hecho en el pasado a los mismos Obispos y Párrocos en muchos fondos estables, que debían administrar, y de los cuales debían retirar los frutos como propietarios. Es por esta razón por la que encontramos en la antigüedad el llamado señorío destinado a las Iglesias, como leemos en los Capitularios de Carlomagno y del rey Lotario: «Queremos, se dice allí, que según el mandato del Señor, y Padre Nuestro, se dé un señorío de doce bunnaries de tierra labrada». Y como las dotes asignadas a algunas Cantinas Episcopales no eran suficientes, se aumentaron mediante la unión de fondos de Abadías, como ha sucedido a menudo en Francia, y también durante Nuestro propio Pontificado. Pero a partir de ahora, la asignación para el sostenimiento de los obispos estará en poder de los laicos que administraran el erario, y que también podrán disminuir el salario debido, a quienes se opongan a los perversos decretos antes mencionados. Además, como se ha asignado a cada obispo una cierta cantidad de dinero, ninguno de ellos podrá buscarse un Sufragáneo o Coadjutor cuando la necesidad lo requiera, porque no tendrá lo suficiente para proporcionarle con los frutos de su Iglesia el mantenimiento necesario y adecuado a su dignidad. Sabemos ciertamente que la necesidad de tener que tomar un Coadjutor no es tan rara en las diócesis, ya sea porque el Obispo es demasiado viejo, ya sea por mala salud. Por esta razón, un Arzobispo de Lyon pidió y obtuvo del Papa un Sufragáneo, al que se le asignó una parte justa de las rentas del refectorio arzobispal.
Hemos visto hasta aquí, oh Nuestros Amados Hijos y Venerables Hermanos, con indecible sorpresa Nuestra, que se ha decretado un gran cambio en los principales artículos de la Disciplina Eclesiástica, en materia de supresión, división, erección de Sedes Episcopales y elecciones sacrílegas de Obispos; hemos visto también los muchos perjuicios que de ello se derivan. ¿No debe decirse lo mismo de las supresiones de parroquias, como usted mismo ha señalado ya en su exposición? Pero no podemos dejar de añadir que, además de nuestro asombro por el hecho de que se haya confiado a las Asambleas de las Provincias la división de las parroquias y la fijación de sus límites como mejor les parezca, nos ha sorprendido sobremanera la supresión de innumerables parroquias, dado que la Asamblea Nacional ya ha decretado que en las ciudades o pueblos donde no haya más de seis mil habitantes no haya más que una parroquia. ¿Y cómo puede bastar un solo párroco para el gobierno espiritual de una población tan numerosa? A este propósito nos parece muy oportuno relatar que habiendo delegado Gregorio IX en el cardenal Conrado la presidencia de un Sínodo en Colonia, estando presente en el Sínodo un párroco que insistía amargamente en que no se permitiera la entrada a los religiosos de la Orden de Predicadores, el cardenal le preguntó: «¿Cuántos son tus feligreses?». Cuando respondió que eran nueve mil, el Cardenal, asombrado y enojado, le dijo: «¿Quién eres tú, miserable, que puedes gobernar debidamente a tantos miles de súbditos? ¿No sabes, miserabilísimo, que en el terrible Juicio tendrás que dar cuenta de todos ellos ante el Tribunal de Cristo? ¿Y te quejas si puedes tener tales Coadjutores (es decir, los Frailes Predicadores) que gratuitamente aligeran tu carga, bajo la cual sin darte cuenta vas a perecer? Puesto que, por tanto, con esta queja tú mismo te has juzgado indigno de la cura de almas, te privo por ello de todo beneficio pastoral». Y aunque en aquel caso se trataba de nueve mil feligreses, mientras que aquí el Decreto de la Asamblea no asigna más de seis mil a cada párroco, ¿quién negará que incluso tal número excede de las fuerzas de un solo párroco, por lo que necesariamente se seguirá que muchos feligreses se verán privados de la ayuda espiritual, y no podrán recurrir a los Regulares, que ya han sido suprimidos?
Pasemos ahora a la usurpación de la propiedad eclesiástica, que es el otro error de Marsilio de Padua y Juan de Jandún, condenado por Juan XXII con su Constitución, y mucho antes por el Pontífice Bonifacio I con un Decreto del que dan cuenta varios escritores. «Sea conocido y manifiesto a todos que todo lo que es consagrado a Dios, sea hombre, sea animal, sea tierra, o cualquier otra cosa, una vez consagrado será siempre sacrosanto para gloria del Señor y por derecho de los Sacerdotes. Por tanto, será inexcusable que alguno quite, devaste o invada las cosas pertenecientes al Señor o a la Iglesia, y hasta que se arrepienta y dé a la Iglesia la debida satisfacción, será considerado sacrílego; si entonces no se enmendare, será excomulgado». Así lo determinó el VI Concilio de Toledo. Este decreto es ilustrado por Loaise en la carta D de la siguiente manera: «Que es un gran crimen quitar o desviar las cosas dadas con fe sincera por los cristianos a las Iglesias, lo demuestran claramente muchas obras de doctos escritores, que omito en aras de la brevedad. Sólo añadiré una cosa que encuentro escrita en las Constituciones orientales, y es que Nicéforo Focas, libro I, abolió por completo las donaciones y legados hechos a monasterios e iglesias, así como prohibió por otra ley que la Iglesia pudiera enriquecerse con bienes raíces, alegando que los obispos malbarataban lo que distribuían a los pobres, mientras los soldados estaban en la penuria. Una ley tan temeraria y llena de impiedad fue eliminada por el emperador porfirista Basilio el Joven con otra ley, que me pareció digna de ser relatada aquí». Dice: «Nuestro poder desciende de Dios. Habiendo oído de Monjes de la más alta piedad y virtud, y de muchos otros, que la ley concerniente a las Iglesias de Dios y Templos sagrados, o más bien contra las Iglesias de Dios y Templos sagrados, hecha por el entonces Dominante Nicéforo, que invadió el Imperio ha sido la causa y raíz de los males actuales y de esta confusión y subversión universal (como se ha hecho para insulto y vituperio no sólo de las Iglesias y Templos sagrados, sino también de Dios mismo) y especialmente habiéndolo visto de primera mano por experiencia, porque desde el tiempo en que esa ley fue observada hasta el presente día de nuestra vida nada bueno ha sucedido, sino que por el contrario calamidades y desgracias de todo tipo nunca han faltado, ordena y quiere con la presente Bula de Oro que la mencionada ley cese desde este día, y de aquí en adelante quede nula y sin efecto, y que las otras leyes que han sido hechas concernientes a las Iglesias de Dios y los sagrados Templos y las Casas de Religión tengan fuerza y sean observadas».
Este era también el antiguo y constante deseo tanto de la nobleza como del pueblo de los francos. En el año 803 presentaron a Carlomagno oraciones en este sentido: «Todos hacemos una genuflexión a Vuestra Majestad para que en el futuro los obispos no sean acosados a causa de la guerra con los enemigos, sino que cuando vos y nosotros vayamos contra los enemigos, ellos residan en sus propias parroquias… Deseamos, además, hacer saber a Vuestra Majestad y a todos que no pedimos esto por deseo de que nos quedemos con sus bienes o con su dinero (cuando ellos no quieren dárnoslo por su propia voluntad) o de que se prive de ello a sus Iglesias; pues, por el contrario, si el Señor nos concede el poder hacerlo, deseamos darles mucho más, para que ellos, y Vuestra Majestad y nosotros seamos más salvos, y merezcamos agradar más a Dios con su ayuda. Sabemos bien que las cosas de la Iglesia están consagradas a Dios y son oblaciones de los Fieles y precio de los pecados; por eso, si alguien quita tales cosas de las Iglesias, que fueron entregadas por los Fieles y consagradas a Dios, comete infaliblemente un sacrilegio. Por consiguiente, es ciego quien no ve estas cosas. En consecuencia, quien de nosotros da sus propias cosas a la Iglesia, las ofrece y las dedica a Dios el Señor y a sus Santos, y no a otros, diciéndolo y haciéndolo; por eso, hace un escrito de las mismas cosas que desea dar a Dios, y este escrito lo sostiene en su mano ante el altar, o encima de él, diciendo mientras tanto a los Sacerdotes y Custodios de ese lugar sagrado: Ofrezco y dedico a Dios todo lo que está escrito en este papel en remisión de mis pecados, de los padres, de los hijos… Por tanto, quien en adelante se lleve estas cosas, ¿qué hace sino un sacrilegio? Entonces, si es un robo quitarle algo a un amigo, defraudar o quitárselo a la Iglesia es indudablemente un sacrilegio… Por lo tanto, para que todas estas cosas sean observadas por vosotros, y por nosotros, o por vuestros sucesores, y por los nuestros, en tiempos futuros sin disimulo alguno, ordenad que se registren entre los escritos eclesiásticos, y mandad que se coloquen entre vuestros capítulos. A estas súplicas respondió el Emperador: «Concedemos ahora conforme a lo que nos habéis pedido….. Sabemos, pues, que muchos reinos y sus reyes se han arruinado por esto, porque despojaron a las Iglesias y devastaron, enajenaron o se llevaron las cosas de ellas; tomaron de los Obispos y Sacerdotes y lo que es peor de sus Iglesias… Y para que estas cosas se observen más religiosamente en el futuro, mandamos que nadie, ni en Nuestro tiempo ni en el futuro, se atreva a pedirnos a Nosotros, o a Nuestros Sucesores, en ningún momento, sin el consentimiento y la voluntad de los Obispos en cuyas Parroquias están los bienes de las Iglesias, ni a invadirlas, ni a devastarlas, ni a enajenarlas de ningún modo. Si alguno hiciere esto en Nuestro tiempo o en tiempo de Nuestros Sucesores, sea sometido a las penas de sacrilegio, y sea castigado legalmente por Nosotros, por Nuestros Sucesores, por Nuestros Jueces o Condes como sacrílego, homicida o ladrón, y por Nuestros Obispos sea excomulgado. Pero a quien le interese esta usurpación, lea atentamente la venganza que el Señor tomó sobre Heliodoro y sus cómplices que habían intentado secuestrar los tesoros del Templo; contra ellos «el Espíritu de Dios Todopoderoso se hizo ver y conocer claramente, de modo que todos los que se atrevieron a obedecer a Heliodoro, derribados en tierra por la virtud divina, quedaron sin fuerzas y llenos de temor. Pues se les apareció un caballo que llevaba un jinete terrible, magníficamente vestido, que daba furiosas patadas con sus patas delanteras a Heliodoro; el jinete que lo montaba parecía tener armas de oro. Aparecieron también dos jóvenes fuertes, llenos de majestad, magníficamente vestidos, los cuales, colocándose uno a cada lado de Heliodoro, le azotaban sin cesar, descargando sobre él fuertes golpes. Heliodoro cayó de repente al suelo; envuelto como estaba en una espesa niebla, lo agarraron y lo echaron en una litera»: así leemos en el Segundo Libro de los Macabeos. Sin embargo, se trataba de dinero que no se utilizaba para las necesidades de los sacrificios, ni pertenecía al Templo, sino que se guardaba allí para la seguridad de los niños, las viudas y otros; no obstante, en vista de la majestad y santidad violadas del Templo, y de la usurpación de la propiedad ajena, el Señor infligió un castigo tan severo a Heliodoro y sus compañeros. Horrorizado por este ejemplo, el emperador Teodosio desistió de poner sus manos sobre el depósito de una viuda, que se guardaba en la iglesia de Pavía, como relata san Ambrosio.
¿Y quién podrá jamás convencerse de que, mientras se confiscan los bienes de las iglesias y de los eclesiásticos católicos, por el contrario, los bienes de los protestantes, bienes que ellos habían usurpado cuando se rebelaron contra la Religión, se preservan en nombre de las Convenciones? Es decir, en la Asamblea Nacional han tenido valor las Convenciones hechas con los protestantes, pero no han tenido ningún valor las sanciones canónicas y los pactos de esta Santa Sede con el rey Francisco I; se ha querido complacer a los protestantes en una cuestión que arruinaba el sacerdocio de Dios. Pero, ¿quién no comprende que en esta confiscación de los bienes eclesiásticos, entre otras cosas, se tiene en mente y se persigue el objetivo de profanar los templos sagrados, de hacer que los ministros de la Iglesia sean despreciados por todos, y de disuadir a otros en el futuro de elegir el ministerio divino? De hecho, tan pronto como se comenzó a usurpar los bienes eclesiásticos, de inmediato siguió la abolición del culto divino, se cerraron los templos, se retiraron los ornamentos sagrados y se hizo cesar en las iglesias el canto de los oficios divinos. Hasta ahora, Francia había podido jactarse de que los Colegios, o Capítulos de los clérigos seculares, florecían desde el siglo VI, como se puede ver en Gregorio de Tours y como resulta de otros documentos referidos por Mabillon en los Analecta Antigua, y por el Tercer Concilio de Orleans celebrado en el año 538. Pero ahora, Francia misma se ve obligada a lamentar la abolición de todo esto, determinada con tanta injusticia e indignidad por la Asamblea Nacional. La principal ocupación de los canónigos era cantar juntos, cada día, en las iglesias, las alabanzas divinas, como se aprende de las Vidas de los Obispos de Metz de Paulo Diácono, donde se lee «que el obispo Crodegando ordenó que el clero, perfectamente instruido en la ley divina y en el canto romano, observara las costumbres y el rito de la Iglesia Romana».
Cuando el emperador Carlomagno envió al Papa Adriano I una obra sobre las imágenes sagradas para someterla a su examen, el Pontífice aprovechó la oportunidad para exhortarlo a que muchas iglesias de Francia, que en su momento se negaban a conformarse a la tradición de la Sede Apostólica en el canto de los salmos, la adoptaran con diligencia y exactitud, para que de este modo estuvieran conformes con la misma Sede en la salmodia, tal como lo estaban en la fe. Las palabras de Carlomagno, que son bastante extensas, se pueden leer en la obra Liturgia del Romano Pontífice de Giorgi. El mismo emperador también quiso que en el Monasterio de Centula se estableciera una escuela de cantores similar a la que instituyó en Roma San Gregorio Magno, y que se mantuvieran cien jóvenes, quienes, divididos en tres coros, asistieran a los monjes en la salmodia y en el canto. Y es cierto —como recientemente fue confirmado por el monje Colomanno Sanfel, bibliotecario del Monasterio de San Emmerano de Ratisbona en una disertación (dedicada a Nosotros) sobre un precioso y antiquísimo códice evangeliario manuscrito del mismo Monasterio— que «desde los primeros tiempos, los obispos franceses y españoles se esforzaron con gran diligencia en que en cada provincia se observara un rito uniforme en los Oficios Divinos. Existen varios decretos sobre esto tanto entre los franceses como entre los españoles. Entre otros, destaca una constitución del IV Concilio de Toledo (celebrado en el año 531), cuyos Padres, después de exponer lo que debe creerse por la fe católica, no tuvieron mayor preocupación que la de introducir una manera uniforme de cantar los salmos» (véase el Canon 2). Este rito tan antiguo también es mencionado por Mabillon en su disquisición De cantu Gallicano.
Desde los primeros siglos, por tanto, la Iglesia galicana se ha esforzado tanto en introducir el canto y en establecerlo, para que sus clérigos, que son canónigos, pudieran emplearse decorosamente en los Oficios Sagrados, y para que los fieles, atraídos por tan decorosas funciones, acudieran más a las Iglesias para contemplar los Misterios divinos y obtener la reconciliación con Dios por medio de su gracia. En la actualidad, la Asamblea Nacional con su Decreto, no sin grave escándalo para todos, ha eliminado, cancelado y abolido repentinamente todo esto, siguiendo en esta parte (como en todos los demás artículos del Decreto) las máximas de los Herejes, y en particular los desvaríos de los Wicleffistas, los Centuriati de Magdeburgo y Calvino, todos los cuales se ensañaron furiosamente contra la antigüedad y el uso de los cantos eclesiásticos; el P. Martin Gerbert, Abad de la Iglesia de Magdeburgo y el P . Calvino, se opusieron a ello. Martin Gerbert, Abad del Monasterio y Congregación de San Blas de la Selva Negra, quien, cuando en el año 1782 fuimos a Viena por el bien de la Religión, nos visitó varias veces, y demostró ser una persona bien merecedora del distinguido crédito y fama que ha adquirido universalmente.
Pero los autores del Decreto deben reflexionar cuidadosamente sobre lo que se pronuncia histórica y dogmáticamente contra los enemigos de la salmodia eclesiástica en el Sínodo de Arras del año 1025, para que se cubran de una confusión cada vez mayor: «¿Quién puede dudar de que no estáis agitados por el espíritu inmundo, mientras que lo que ha sido promulgado e instituido por inspiración del Espíritu Santo, a saber, el uso de la salmodia en la Santa Iglesia, lo rechazáis, y como si se tratara de un culto supersticioso se lo atribuís al error? El Orden Eclesiástico ha tomado esta forma de salmodiar no de costumbres ridículas o lúdicas, sino de los Padres del Antiguo y del Nuevo Testamento… De ahí que esté bien claro que deben ser expulsados del seno de la Santa Iglesia quienes juzguen que esta manera de salmodiar no pertenece al culto divino… Es manifiesto, por tanto, que estas personas no se apartan de su jefe, es decir, del diablo, que es el jefe de todos los injustos, y que, teniendo pleno conocimiento de la Sagrada Escritura, trata de derribarla a fuerza de siniestras interpretaciones. Por último, si en este Reino decayera el decoro y el culto de la Casa de Dios, la consecuencia necesaria sería la disminución del número de eclesiásticos, y sucedería lo que San Agustín dice que le sucedió al pueblo judío: «El cual, desde que empezó a no tener más profetas, empeoró indudablemente, en el mismo momento en que esperaba llegar a ser mejor».
Continuando ahora por el camino iniciado, llegamos a los mismos Regulares, cuya propiedad se asignó la Asamblea Nacional, bajo un título menos odioso, sin embargo, a saber, poder hacer uso de sus rentas: lo que, sin embargo, en realidad, ¡qué poco difiere de la verdadera propiedad de dominio! Es decir, con el Decreto de 13 de febrero de 1790, confirmado al cabo de seis días por Real Sanción, se suprimieron todas las Órdenes de Regulares, con la prohibición, además, de que se admitieran otras en el futuro. Pero cuán útiles son estos Institutos para la Iglesia, deduce de la misma experiencia el Concilio de Trento: «Pues el Santo Concilio no ignora cuánto esplendor y provecho aportan a la Iglesia de Dios los monasterios piadosamente fundados y bien gobernados». En efecto, las Órdenes de Regulares fueron alabadas con grandes elogios por todos los Padres de la Iglesia, y especialmente por San Juan Crisóstomo, que escribió tres libros enteros llenos de fuerza y energía contra los adversarios de los Religiosos. Y después de haber amonestado San Gregorio Magno al Arzobispo de Rávena, Mariniano, «que no hiciese cargo alguno contra los Monasterios, sino que los defendiese, y por todos sus medios los aumentase de Religiosos», convocó un Concilio de Obispos y Sacerdotes y en él hizo este Decreto: «Que ninguno de los Obispos o Seglares se atreva en el futuro, cuando se trata de rentas, bienes o fueros de los Monasterios, celdas o villas que les pertenecen, a hacer la más mínima reducción de los mismos en cualquier forma o en cualquier ocasión, o por fraude, o realizar cualquier acto violento para ocuparlos». Luego, en el siglo XIII, vino Guillermo del Amor Santo, quien, con un libro titulado Sobre los peligros de los últimos tiempos, hizo todo lo posible para disuadir a la gente de convertirse y abrazar el estado religioso: pero este libro, habiendo sido examinado por el Papa Alejandro IV, fue definido como inicuo, perverso, execrable e indigno.
Contra el mencionado Guillermo escribieron, y lo refutaron, los dos Doctores de la Iglesia Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. Y como esta misma opinión condenada fue renovada por Lutero, también él fue sometido a la condena del Papa León X. Del mismo modo, en uno de los Concilios de Rouen, en el año 1581, se exhortó a los Obispos a defender a los Regulares que les servían como sus asistentes, a tenerlos en estima y a sostenerlos como sus coadjutores, a considerar como propios todos los insultos y ofensas que se les hicieran y a procurar preservarlos. Siempre serán memorables los piadosos deseos de San Luis IX, rey de Francia, que tuvo en mente que los dos hijos nacidos en la época de la expedición a Oriente, llegados a la edad de la razón, fueran educados en un monasterio, uno con los dominicos, el otro con los frailes menores, para que fuesen instruidos en los estudios sagrados, y se enamoraran de la piedad y de la religión, esperando fervientemente que, instruidos con saludables enseñanzas, donde le placiese al Señor llamarlos, se hiciesen religiosos en aquellos Institutos en el tiempo y lugar oportunos. Recientemente, los autores de la obra titulada Nuevo Tratado de Diplomacia, al refutar a los enemigos de las exenciones de los Regulares, exclamaron: «¿Qué atención, pues, puede prestarse a las declamaciones que el historiador del Derecho Público Eclesiástico francés hace contra los privilegios concedidos a los Monasterios? ¿Privilegios, dice, y exenciones que no podrían concederse sin derribar la Jerarquía, sin socavar los derechos del Obispado, y que son verdaderos abusos, y han producido algunos muy significativos? ¡Qué temeridad es ésta de arremeter de tal modo contra una disciplina tan antigua, y tan autorizada en la Iglesia, y en el Estado!
Nosotros no queremos, y nadie debe sorprenderse, que en algunos religiosos pueda haberse enfriado a veces y debilitado el espíritu de sus institutos, y que no mantengan la antigua observancia de la disciplina que se les ha prescrito. ¿Pero por eso deben abolirse esas órdenes religiosas? Escuchemos a este respecto la respuesta dada por Juan de Polemar en el Concilio de Basilea a Pedro Bayne, quien atacaba a los religiosos. Él no negó que hubiera entre los religiosos algunas cosas que merecieran ser reformadas; sin embargo, añadió que «aunque actualmente las órdenes religiosas necesiten reforma en muchos aspectos, como también la necesitarían otros grupos, no obstante, los religiosos iluminan mucho a la Iglesia con sus predicaciones y con su doctrina; ningún sabio, estando en un lugar oscuro, apaga la lámpara porque no alumbra claramente, sino que procura eliminar esa parte de la mecha que está quemada y que impide la luz, y trata de arreglar la lámpara lo mejor que puede, porque al final es mejor que dé una luz algo tenue, a que esté completamente apagada». Este razonamiento, ciertamente, tiene su origen en otro que San Agustín había expresado mucho antes con estas palabras: «¿Acaso se debe abandonar la medicina por esto, porque la enfermedad de algunos se ha vuelto incurable?».
Por tanto, la abolición de los Regulares, que la Asamblea Nacional, aplaudiendo los caprichos de los Herejes, ha decretado, perjudica a un estado en el que se profesan públicamente los Consejos Evangélicos, y un sistema de vida aprobado por la Iglesia como conforme a la doctrina de los Apóstoles, y perjudica a los mismos insignes Fundadores, a quienes veneramos en los altares, y que no sin inspiración divina instituyeron estas Órdenes. Pero la Asamblea Nacional va aún más lejos, y por su Decreto del 13 de febrero de 1790 decreta que los votos solemnes de los Religiosos ya no deben ser reconocidos, y en consecuencia declara que las Órdenes Religiosas y las Congregaciones en las que se toman tales votos deben ser abolidas en Francia, permanecer revocadas, y nunca ser reconstituidas. ¿Qué otra cosa es esto sino poner las manos sobre los votos mayores y perpetuos, y abolirlos, lo cual pertenece sólo a la Autoridad Papal? «Los votos mayores, pues», dice Santo Tomás, «es decir, de continencia, etc., están reservados al Sumo Pontífice. Y puesto que se trata de una promesa hecha solemnemente a Dios en nuestro beneficio, leemos en el Salmo 75: «Haz votos y cúmplelos por el Señor tu Dios» (Sal 75,12), y en el Eclesiastés: «Si has hecho algún voto a Dios, no tardes en cumplirlo, porque no le agrada una promesa infiel y necia; antes bien, cumple todo lo que has jurado» (Qo 5,3-4).
Por otra parte, incluso el mismo Sumo Pontífice, cuando a veces impulsado por razones particulares siente que debe conceder dispensa de los votos solemnes, en esto mismo no procede de motu proprio, sino mediante una declaración. Tampoco es de extrañar aquí que Lutero enseñara que «uno no debe guardar los votos que ha hecho al Señor», puesto que él mismo fue un apóstata y un desertor de su Religión. Pero para evitar todo reproche y disputa, que preveían que encontrarían, los miembros de la Asamblea Nacional, en vista de tantos Religiosos dispersos, pensaron que era sabio (en sus mentes) quitar a los Regulares, como de hecho les han quitado, el hábito de su profesión, para que no quedara ningún signo externo del estado anterior del que fueron removidos, e incluso la memoria de sus Institutos fuera abolida. Las Órdenes, por lo tanto, fueron suprimidas, tanto para invadir sus posesiones, como para que ya no hubiera ninguna que contuviera al pueblo del error y el desenfreno. Este inmundo y pestífero engaño se describe extensamente y se condena en el Concilio de Sens, que alabamos al principio: «A los monásticos y demás personas obligadas a los votos les dejan toda libertad para vivir a su antojo, les conceden la facultad de despojarse del velo, de arrojar la cogulla, de volver al siglo y de apostatar, tratando por todos los medios de quitar fuerza a los Decretos de los Romanos Pontífices, y también a las Cartas Decretales y a los Cánones de los Concilios».
A lo que acabamos de decir sobre los votos de los Religiosos, hay que añadir la inhumana sentencia pronunciada contra las sagradas vírgenes, es decir, apartarlas de sus claustros, como hizo Lutero, quien (para usar las expresiones de Adriano VI) «no temió contaminar aquellos vasos dedicados a Dios, y extraer de sus Monasterios a las vírgenes consagradas a Jesucristo, que habían profesado la vida monástica, y devolverlas al mundo, o más bien al diablo, al que antes habían abjurado». Sin embargo, las monjas (que son la parte más ilustre del rebaño católico) a menudo alejaban con sus oraciones catástrofes muy graves de las ciudades, como san Gregorio Magno recuerda que sucedió en su época en Roma: «Si no hubiera vírgenes religiosas, ninguno de nosotros habría podido sobrevivir tantos años en este lugar entre las espadas de los lombardos». Y Pío VI, hablando de sus monjas en Bolonia, confiesa «que aquella Ciudad, ya oprimida durante tantos años bajo tantas desgracias, no hubiera podido subsistir, si la ira divina no hubiera sido en parte aplacada por las continuas y fervientes oraciones de nuestras Religiosas».
Mientras tanto, las Monjas, que en Francia se encuentran ahora en la mayor desolación, despiertan en nuestros corazones los afectos de la más tierna piedad, tanto más cuanto que un gran número de ellas, de todas estas Provincias, nos han manifestado en cartas su aflicción, porque se ven impedidas de perseverar en sus Institutos y de observar sus votos solemnes; al mismo tiempo nos han declarado que están decididas y muy resueltas a someterse y a sufrir cualquier dureza, antes que retroceder de su vocación. Por eso, oh amados hijos y venerables hermanos nuestros, no podemos dejar de testimoniaros de la manera más amplia su constancia y fortaleza, y de suplicaros con las más calurosas súplicas que las animéis con vuestras exhortaciones y les prestéis también, en la medida de vuestras posibilidades, toda clase de auxilios.
Podríamos ahora continuar el examen de otros artículos que están contenidos en ese Decreto de Asamblea, pues de principio a fin casi se puede decir que no hay nada de lo que no debamos desconfiar y que no deba ser criticado. Además, los conceptos de ese Decreto están tan conectados y vinculados entre sí que casi ninguno de ellos está exento de la sospecha de error. Pero cuando ya habíamos expuesto los absurdos y principales errores que contiene, leímos por casualidad en los periódicos, contra toda expectativa, que el Obispo de Autun había prestado juramento en virtud de ese Decreto. Fuimos afligidos por tanta pena, hasta el punto de vernos obligados, por la más grave angustia, a interrumpir lo que os estamos escribiendo. No podríais creer hasta qué punto creció Nuestra aflicción, «de modo que Nuestros ojos no cesaban de llorar, día y noche», al ver cómo ese Obispo se ha separado de sus demás colegas, y hasta ahora sólo él entre ellos ha invocado a Dios como testigo de sus errores. Y aunque se haya esforzado en defenderse y justificarse en ese único artículo que se refiere a la disminución de las Diócesis y la transferencia de los Pueblos a otras Diócesis, con la intención de eludir y engañar a los ignorantes, ha utilizado, pero de manera completamente inapropiada, la comparación de un Pueblo entero que, por motivo de calamidades públicas u otra necesidad urgente, sea forzado por la autoridad civil a trasladarse de una Diócesis a otra. Pero estos dos ejemplos son completamente distintos entre sí; porque cuando un Pueblo sale de su Diócesis para pasar a otra, el Obispo de la Diócesis a la que llega ejerce dentro de los límites de su propia Diócesis su jurisdicción ordinaria sobre los nuevos habitantes: una jurisdicción que no le es otorgada por la autoridad civil, sino que le pertenece por derecho propio, ya que es un derecho que todos los que habitan en una Diócesis, por razón de domicilio y residencia, pertenecen al Obispo de esa Diócesis. Y si sucede que el Obispo de la Diócesis de la cual el Pueblo se traslada a otro lugar se queda sin súbditos, esto no será nunca motivo para que un Pastor sin rebaño deje de ser Obispo, ni para que esa Iglesia pierda su título de Catedral; sino que tanto el Obispo como la Iglesia conservan sus derechos episcopales y catedralicios, como ocurre con las Iglesias ocupadas por los turcos o por otros infieles, que muchas veces se asignan a Obispos titulares. Es totalmente diferente cuando los límites de las Diócesis son cambiados de tal manera que, ya sea en su totalidad o en parte, se sustraen al Obispo a quien pertenecen y se transfieren a otro. En tal caso, ciertamente, si no interviene la legítima autoridad de la Iglesia, el Obispo a quien se le quita toda o parte de la Diócesis no puede abandonar el rebaño que le ha sido confiado, y el otro Obispo, a quien se le incrementa ilegítimamente la nueva Diócesis, no puede intervenir en la Diócesis ajena ni asumir el gobierno de las ovejas ajenas. De hecho, la misión canónica y la jurisdicción que tiene cada Obispo están delimitadas por fronteras determinadas, y nunca podrá la autoridad civil hacer que estas se extiendan más allá de sus límites o se restrinjan dentro de fronteras más estrechas.
Nada más insultante se podría imaginar que la comparación entre el paso de un pueblo a una diócesis ajena y el nuevo cambio de las diócesis y sus límites. En el primer caso, el obispo ejerce la jurisdicción que tiene por derecho en su diócesis; por el contrario, en el segundo caso, el obispo extiende una jurisdicción que no puede tener en nombre de nadie en la diócesis ajena. Por lo tanto, en el juramento prestado por el obispo de Autun, no encontramos nada con lo que él pueda, en sentido católico, disculparse de la impiedad. Entre las condiciones que se requieren para que el juramento sea lícito, las principales son que sea verdadero y justo. Pero aquí, ¿dónde puede estar la verdad, dónde la justicia, cuando de los principios antes expuestos queda claro que no hay nada que no sea falso e injusto? Ni el obispo de Autun podrá excusarse diciendo que actuó por imprudencia y precipitación. ¿Acaso no se prestó, después de una reflexión cuidadosa y con ánimo deliberado, al juramento, a pesar de intentar sostenerlo con razones falsas, sabiendo ya cuál era el sentimiento de los demás obispos (los cuales, con doctrina y religioso celo, impugnaban el Decreto de la Asamblea) y sin poder no tener ante los ojos el otro juramento absolutamente contrario que prestó en su reciente consagración? Por lo tanto, se debe afirmar sin lugar a dudas que se ha hecho culpable de un perjurio voluntario y sacrílego contra los dogmas de la Iglesia y sus indiscutibles derechos.
Y aquí consideramos muy apropiado recordar lo que ocurrió en Inglaterra en tiempos de Enrique II. Él había emitido un Decreto similar, redactado en palabras más concisas y breves, por el cual, al abolir la libertad de la Iglesia Anglicana, se arrogaba a sí mismo los derechos del Primado. Al proponer el Decreto a los obispos, ordenó que prestaran el juramento según la fórmula, es decir, sobre las antiguas, como él las llamaba, Constituciones del Reino. Ellos no se negaron, pero al jurar añadieron esta cláusula: «Salvo el Orden propio». Esta cláusula no agradaba al Rey, quien decía «que bajo esas palabras ‘Salvo el Orden propio’ se escondía el veneno, y que estaban formuladas con maliciosa fraude». Por lo tanto, ordenó a los obispos que «absolutamente, y sin ninguna adición, prometieran observar las Costumbres Reales». Aunque se sintieron consternados y sorprendidos por tal respuesta, sin embargo, fueron impulsados a oponerse por el Arzobispo de Canterbury, más tarde el Mártir Santo Tomás, quien fue consolado en esto por el Sumo Pontífice y exhortado a permanecer firme en su deber de Pastor. «Pero como día tras día aumentaban las vejaciones y los males, algunos obispos, acercándose al Arzobispo, le suplicaron que tuviera piedad de sí mismo y del Clero, para no tener que él mismo someterse a prisión, y el Clero a la exterminación. El hombre, de invicta constancia y aferrado a la piedra de Cristo, sin dejarse ablandar por las lisonjas ni conmoverse por los terrores, movido finalmente a compasión más por el Clero que por sí mismo, se aparta del seno de la verdad y del abrazo de la madre». Después de él, juraron los demás obispos. Pero el Arzobispo, al darse cuenta del error cometido, fue tomado de tal alto dolor, que gimiendo y suspirando exclamó: «¡Cómo me arrepiento de lo que he hecho! Me horroriza profundamente mi exceso, y me considero indigno de acercarme de aquí en adelante en el Ministerio de Sacerdote ante ese Dios, de cuya Iglesia he hecho un vil tráfico. Por lo tanto, guardaré silencio, sentado lleno de tristeza, hasta que el Señor me visite desde lo alto, y yo sea hecho digno de ser absuelto por el mismo Dios y por el Sumo Pontífice. Ya me parece ver a la Iglesia Anglicana, forzada por mis pecados, sometida a miserable servidumbre, la cual mis Predecesores, en medio de tantos y tan graves peligros bien conocidos en el mundo, sostuvieron con tanta prudencia, y a favor de la cual lucharon con tanto coraje entre sus enemigos, y triunfaron con tanta gloria. Desafortunadamente, la que antes de mí fue Señora, será reducida al estado de sierva por culpa mía. Ojalá hubiera muerto, para que ningún ojo humano me viera».
Inmediatamente después, Tomás escribió una carta al Pontífice; le reveló su propia herida y, buscando medicina para ella, le suplicó que lo absolviera. El Pontífice, sabiendo que Tomás había prestado juramento no por su propia malvada voluntad, sino por una imprudente compasión, movido a justa piedad, con la plenitud de la Autoridad Apostólica, lo absolvió. Tomás recibió la carta del Pontífice como si le hubiera llegado del Cielo, y no cesó de amonestar al Rey con dulzura y con firmeza, presentándole tales cosas que debieron merecidamente disuadir al Príncipe de seguir dañando a la Iglesia. El Rey, advertido entretanto de que Tomás había revocado la promesa hecha, escribió al Pontífice pidiéndole que le concediera dos cosas: la primera, que las Costumbres Reales fueran aprobadas en Roma; la segunda, que la prerrogativa de la legación Apostólica fuera transferida de la Iglesia de Canterbury a la de York. La primera solicitud fue rechazada por el Pontífice, como se puede saber por las cartas dirigidas a Tomás; la segunda fue aceptada, «salvo el decoro del Orden Eclesiástico»; con cartas apostólicas escritas al Obispo de York, se le ordenó abstenerse de realizar actos de jurisdicción en la Provincia de Canterbury y de no alzar la Cruz allí. Posteriormente, Tomás huyó a Francia, y desde allí a Roma, donde, acogido cortésmente por el Pontífice, le presentó un escrito en el que se expresaban las Costumbres Reales en dieciséis capítulos; estas, tras ser examinadas, fueron rechazadas. De regreso por fin a Inglaterra, Tomás se dirigió intrépido al suplicio, y recordando el divino mandato: «El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su Cruz y sígame», abrió la puerta de la Iglesia a los soldados, y recomendándose calurosamente a Dios, a la Bienaventurada Virgen y a los Santos tutelares de su Iglesia, fue herido con varios golpes en la cabeza y murió en defensa de la ley de Dios y de la libertad de la Iglesia, obteniendo la palma de un glorioso martirio. Hemos obtenido esta información de los Anales de la Iglesia Anglicana de Arfold.
¿Quién, al dar todo esto, no se da cuenta de lo extremadamente similares que son las acciones de la Asamblea Nacional y las de Enrique II? La Asamblea Nacional promulgó Decretos mediante los cuales se arrogó la autoridad eclesiástica; obligó a todos a prestar juramento, especialmente a los Obispos y otros Eclesiásticos; se transfirió a ella misma el juramento que los Obispos prestan al Romano Pontífice. Se han ocupado los fondos eclesiásticos, como lo fueron por Enrique; de ellos, por tanto, Santo Tomás pedía insistentemente la restitución. A un Decreto de este tipo, el Rey Cristianísimo se vio obligado a poner su propia aprobación. Finalmente, se presentó a la Asamblea Nacional una declaración en la que los Obispos, distinguiendo los Derechos Civiles de los Eclesiásticos, declaraban reconocer los primeros y estar dispuestos a respetarlos, a excepción del resto, como algo que sobrepasa la autoridad y el poder de la Asamblea, comportándose como esos valerosos soldados cristianos que militaron bajo Juliano el Apóstata y que son celebrados por San Agustín con estas palabras: «Juliano fue un emperador infiel, fue un apóstata, fue un inicuo idólatra. Los soldados de Cristo sirvieron a un emperador infiel; pero cuando se trataba de la causa de Cristo, no reconocían otro Soberano que el que estaba en el Cielo. Si Juliano les mandaba adorar y quemar incienso a los ídolos, anteponían a su mandato el de Dios; si luego decía: formen filas armados y vayan contra esa Nación, obedecían rápidamente sus órdenes; distinguían, es decir, al Señor eterno del Señor temporal». No obstante, la Asamblea Nacional rechazó también esta declaración, como Enrique II había rehusado admitir la cláusula anteriormente mencionada «salvo el Orden propio». Desde el primer punto hasta el último, los intentos inicuos de la Asamblea Nacional y del Rey Enrique coinciden plenamente.
Pero esta Asamblea no solo ha imitado a Enrique II, sino también a Enrique VIII, quien, habiendo usurpado a su favor el Primado de la Iglesia Anglicana, transfirió todo el poder a Cromwell, seguidor de Zuinglio, y lo declaró su Vicario General en asuntos espirituales, confiándole la visita de todos los Monasterios del Reino. Este luego delegó la tarea en su Provincia a Cranmer, su estrechísimo amigo y de su mismo pensamiento, utilizando todos los medios para establecer esta Primacía eclesiástica del Rey, y que se reconociera en él todo el poder que del Rey del Cielo, Cristo Señor, había sido dado y confiado a la sola y única Iglesia. Se llevaban a cabo las visitas de los Monasterios, y estas consistían en su supresión y en el sacrílego saqueo de los bienes eclesiásticos; al mismo tiempo, se buscaba desahogar el odio contra el Romano Pontífice y satisfacer el deseo de la propiedad ajena, y la avaricia. Así como entonces Enrique VIII fingió que la fórmula del juramento propuesta por los Obispos no significaba más que una obediencia civil y secular, cuando en realidad abarcaba la abolición de la Autoridad Pontificia, así en la actualidad el partido mayor de la Asamblea Nacional de Francia, al asignar a su Decreto el título «Sobre la Constitución Civil del Clero», ha realmente abrogado todo el poder de la Cabeza de la Iglesia, prohibiendo a los Obispos tener relación alguna con Nosotros, excepto meramente para advertirnos de lo que ya se ha hecho y realizado sin Nuestra intervención. ¿Quién no juzgará que esos miembros de la Asamblea no han tenido en mente, y se han propuesto adoptar en su Constitución los Decretos de los Reyes de Inglaterra, Enrique II y Enrique VIII? Porque, de otro modo, ¿cómo podrían haber utilizado la misma y expresa forma que aquellos? Con una diferencia, sin embargo: que los recientes Decretos son algo peores que los antiguos.
Pero después de haber realizado ya la comparación entre lo que hicieron los dos Enriques y la Asamblea Nacional, ahora procederemos a hacer también la comparación entre el Obispo de Autun y sus otros colegas. Para no cansarnos en seguir todo con detalle, bastará con tener a la vista el propio Decreto de la Asamblea, sobre cuyas palabras él prestó el juramento sin ninguna excepción. De este modo será más fácil juzgar el diferente crédito que se debe dar al Obispo de Autun y a los otros Obispos. Estos, caminando sin mancha por el camino de la ley del Señor, han demostrado una suma firmeza de ánimo en mantener el Dogma y la Doctrina de sus Predecesores, en estar unidos a la primera Cátedra de Pedro, en ejercer y sostener sus Derechos, en oponerse a las novedades, en esperar nuestra respuesta, de la cual podían conocer cómo comportarse. La voz de todos ellos ha sido una sola, y una sola la confesión, como una sola es la Fe, una sola la tradición, una sola la disciplina. Verdaderamente nos sorprende ver que, a partir de tales ejemplos y del comportamiento de los Obispos, el de Autun no ha quedado en absoluto impresionado. Un similar contraste lo hizo en su tiempo el obispo de Meaux, Bossuet, autor muy célebre entre ustedes y en absoluto sospechoso, entre los dos Tomás, es decir, el Arzobispo de Canterbury por un lado, y el otro, Cranmer; este contraste que él hizo consideramos que es bueno insertarlo aquí, precisamente porque quienquiera que lea estas cosas verá cuánto el caso es similar al nuestro de ahora. «Santo Tomás de Canterbury resistió a monarcas injustos; Tomás Cranmer les prostituyó su conciencia y halagó sus pasiones. Aquél, desterrado, privado de sus bienes, perseguido en sus parientes y en su propia persona, afligido de toda manera, compró la gloriosa libertad de decir la verdad como él la creía, con un valiente desprecio por la vida y por todos sus propias comodidades. Este, para agradar a su Príncipe, pasó la vida en una vergonzosa simulación, y siempre actuó en contra de su propia fe. Aquél luchó hasta la sangre por los más pequeños derechos de la Iglesia, y sosteniendo sus prerrogativas, tanto las adquiridas por Jesucristo con su sangre, como las donadas por la piedad de los Reyes, defendió incluso la parte externa de la Santa Ciudad. Este entregó a los Reyes de la tierra el más íntimo depósito: la palabra, el culto, los Sacramentos, las llaves, la autoridad, las censuras, la fe misma: todo, finalmente, fue puesto bajo el yugo, y habiendo sido reunida al Trono Real toda la potestad eclesiástica, no quedó a la Iglesia otra fuerza y poder que lo que el mundo le dejaba. Aquél, por último, siempre intrépido y siempre piadoso a lo largo de su vida, lo fue aún más en la hora extrema. Este, siempre débil y siempre tembloroso, lo fue más que nunca al acercarse a la muerte; a la edad de sesenta y dos años sacrificó a un miserable resto de vida su fe y su conciencia. Así, no ha dejado más que un nombre odioso entre los hombres, y tal que en su mismo partido para excusarlo recurren a ingeniosos engaños, que son desmentidos por los hechos. Pero la gloria de Santo Tomás de Canterbury vivirá mientras viva la Iglesia, y sus virtudes, admiradas en competencia por Francia e Inglaterra, nunca serán olvidadas».
Pero es motivo de mayor asombro cómo el Obispo de Autun no se sintiera impactado por la declaración que hizo el Capítulo de su Catedral el 1 de diciembre del año pasado, y cómo no se sonrojara por haberse atraído el reproche y por tener que recibir instrucción de su Clero, al cual había sido equiparado; de su Clero del que debería haber sido guía en el ejemplo y en la doctrina. En esa declaración, el Clero de Autun, aludiendo a los auténticos principios de la Iglesia, arremete de esta manera contra los errores contenidos en el Decreto: «El Capítulo de Autun declara: 1. que adhiere formalmente a la exposición de los principios sobre la Constitución del Clero dada por los Obispos designados a la Asamblea Nacional el 30 de octubre pasado. Declara: 2. que sin faltar a los deberes de su conciencia no puede participar ni directa ni indirectamente en la ejecución del plan de la nueva Constitución del Clero, y especialmente en lo que respecta a la supresión de las Iglesias Catedrales, y que en consecuencia continuará con sus funciones sagradas y canónicas, así como con el cumplimiento de las numerosas fundaciones de las que su Iglesia está gravada, hasta que sea reducido a la absoluta imposibilidad de satisfacerlas. Declara: 3. que como conservador de los bienes y derechos del Obispado, y en virtud de la jurisdicción espiritual que se confiere a las Iglesias Catedrales durante la vacante de la sede episcopal, no puede consentir a ninguna nueva circunscripción que se haga de la Diócesis de Autun por la sola autoridad temporal».
Mientras tanto, no queremos que el Obispo de Autun y cualquier otro que lo haya seguido en el perjurio ignoren que los Obispos que intervinieron en el Concilio de Rímini, engañados por la equívoca y fraudulenta fórmula inventada por los arrianos y aterrorizados también por las amenazas del Emperador Constancio, suscribieron, aunque fueron advertidos de la sentencia del Papa Liberio de que si persistían en el error «serían castigados con el rigor espiritual de la Iglesia Católica». Por obra también de San Hilario, Obispo de Poitiers, fue desterrado de la Iglesia de Arlés el Obispo Saturnino, porque persistía obstinadamente en la concepción de los Obispos arrianos. Finalmente, la sentencia de Liberio fue confirmada por medio de San Dámaso con una carta sinodal emitida en un Concilio de noventa Obispos, para que incluso los Orientales pudieran declararse públicamente arrepentidos de su error, si querían ser considerados Católicos y serlo realmente. «Creemos luego [así se dice en esa carta] que si se resisten a retractarse, no tardaremos en separarlos de Nuestra comunión y a quitarles el nombre de Obispo, para que respiren los Pueblos liberados del error de sus Pastores».
No se puede negar de ningún modo que el Obispo de Autun y sus seguidores se han colocado a sí mismos en un estado similar al de aquellos que, como se ha dicho, se sometieron a la sentencia de Liberio, de Hilario y de Dámaso, y por lo tanto, si no retractan el juramento que han hecho, sepan desde ahora qué es lo que deben esperar. Lo que hemos afirmado y expuesto hasta aquí, no lo hemos extraído de nuestra mente, sino de las fuentes más puras de la sagrada Doctrina, como ven. Ahora nos dirigimos a ustedes, Hermanos nuestros carísimos y deseados, alegría nuestra y nuestra corona, aunque no necesiten el estímulo de ninguna exhortación, ya que nosotros mismos nos glorificamos en ustedes por su Fe en medio de todas las angustias, persecuciones y tribulaciones que han soportado con valor hasta aquí, así como por las excelentísimas instrucciones públicas que han hecho, que atestiguan abiertamente la justa disidencia que tienen hacia los Decretos de esta Asamblea; no obstante, como hemos llegado a tiempos tan miserables y calamitosos, que aquellos que parecen estar firmes en el camino del Señor deben ser diligentes y estar alerta en todo, por lo tanto, como exige el deber del cuidado pastoral que nos ha sido confiado aunque sin ningún mérito de nuestra parte, exhortamos con la mayor y posible eficacia a ustedes, Amados, a conservar con todo el fervor de sus corazones la concordia entre ustedes mismos, para que manteniendo unidas las preocupaciones, la obra y los consejos, con un solo espíritu puedan, por gracia divina, defender la Religión Católica de las trampas y los intentos de los nuevos Legisladores. Porque no hay cosa más favorable para abrir amplios campos a los adversarios que la división de sus corazones, discordes entre sí, así que para cerrarles toda entrada y derribar todas sus maquinaciones, no hay cosa tan oportuna y eficaz como la concordia y su unánime consentimiento. Estas son casi las mismas palabras con las que San Pío V, nuestro predecesor, exhortó al Capítulo y a los Canónigos de la Iglesia de Besançon, quienes se encontraban en situaciones similares. Sean, por lo tanto, de ánimo fuerte y constante, no desistan de la empresa, incluso ante peligros o amenazas, y recuerden cómo David respondió con valentía al Gigante, los intrépidos Macabeos a Antíoco, y así Basilio a Valente, Hilario a Constancio, Ivón de Chartres al Rey Felipe. Por nuestra parte, ya hemos renovado oraciones públicas; exhortamos al Rey a no querer poner su sanción; advertimos a los dos Arzobispos que estaban junto al Rey sobre cómo debían comportarse, y con el fin de poder, en la medida de lo posible, desarmar y suavizar el furor de lo que llaman el Tercer Estado, dimos orden de suspender temporalmente la recaudación de esos impuestos, que en virtud de antiguas convenciones y de la perpetua costumbre son debidos a nuestros oficios por los tratados con Francia. De tal liberalidad nuestra hemos recibido como amarga recompensa el dolor causado por la rebelión de los Avignonenses contra la Sede Apostólica: rebelión excitada y alimentada por algunos de la Asamblea y contra la cual nosotros y esta Sede Apostólica no cesaremos de protestar. Hasta aquí nos hemos abstenido de declarar separados de la Iglesia Católica a los autores de la desafortunada Constitución Civil del Clero. Finalmente, hemos hecho y soportado todo para evitar, con nuestra dulzura y nuestra paciencia, un deplorable cisma y para invocar la paz para ustedes y su Nación. Más bien, siguiendo los principios de la Caridad Paterna con los que hasta aquí nos hemos guiado y a los cuales ustedes mismos se han inspirado, tal como hemos comprendido por los sentimientos con los que cierran su exposición, les pedimos y suplicamos que nos hagan saber y declarar qué piensan que debe hacerse ahora por nosotros, para lograr la reconciliación de los corazones. A tanta distancia de los lugares, no podemos conocer esto con claridad; pero de ustedes, que están presentes, quizás pueda surgir alguna solución (nada ajena al Dogma católico y a la disciplina general) que podamos examinar y sobre la cual decidir.
No nos queda más que rezar a Dios para que conserve para nosotros y para su Iglesia, sanos y salvos por muchísimo tiempo, a Pastores tan vigilantes y sabios, y acompañamos este Nuestro deseo con la Bendición Apostólica, que damos a todos vosotros, oh Queridos Hijos y Venerables Hermanos Nuestros, desde lo más profundo de Nuestro corazón y con el más tierno afecto.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 10 de marzo de 1791, en el año decimoséptimo de Nuestro Pontificado.